El curioso y sabio Alejandro, fiscal y juez de vidas ajenas es una colección de relatos breves insertados en un marco narrativo caracterizado por una galería de retratos de seis personajes excesivamente maniáticos. En esta sala privada, que representa la afición coleccionista de la época, Alonso Jerónimo de Salas Barbadillo aprovecha las potencialidades dialógicas de las técnicas ecfrásticas para poner en relación las pinturas y sus correspondientes epítomes, pero estos también con el entorno, dando lugar a una multitud de relaciones semánticas que caracterizan el proceso creativo de la obra. Comprar
Daniela Santonocito es doctora en Literaturas hispánicas por la Universidad de Zaragoza. Sus principales líneas de investigación se centran en la literatura española medieval y del Siglo de Oro y, más concretamente, en la transmisión, reescritura y recepción de textos medievales en la época renacentista, y de la novela corta en el siglo XVII. Para la revista «Memorabilia» ha editado El conde Lucanor de Don Juan Manuel (2015, 2016) y el Diálogo de Epicteto y el emperador Adriano (2019), así como la Segunda parte de los casos prodigiosos de Juan de Piña (2020) para la revista «Lemir». Para Rubbettino ha publicado la traducción Il Dialogo tra Epicteto e l’imperatore Adriano (2019) y para Peter Lang la monografía Gonzalo Argote de Molina, editor de textos medievales (2020).
EL CURIOSO Y SABIO
ALEXANDRO, FISCAL Y JUEZ DE
VIDAS AGENAS
ESCRIVIOLE ALONSO
GERÓNIMO DE SALAS BARVADILLO,
CRIADO DE LA REINA
N.S.
Y AGORA LE OFRECE
A GABRIEL LÓPEZ DE PEÑALOSA
DEL CONSEJO DE SU MAGESTAD
Y SU SECRETARIO DE ESTADO
DE LA AUGUSTÍSSIMA
CASA DE BORGOÑA.
En Madrid en la Imprenta del
Reino, año de 1634.
A costa de Antonio de Castilla,
mercader de libros.
[h. *2r] [FE DE ERRATAS]
Fol. 6, p. 1: ‘oída’, di ‘huida’; fol. 26, p. 2, l. 6: ‘irracionales’, di ‘racionales’; fol. 74, p. 1, l. 15: ‘delatavan’, di ‘dilatavan’; fol. 100, p. 2, l. 3: ‘y con más’, quita el ‘con’, y di ‘, y más’; fol. 116, p. 1, l. 15: ‘nuevo gran Lope’, di ‘nuestro gran Lope’.
Este libro, intitulado El curioso y sabio Alexandro, con estas erratas corresponde con su original. En Madrid, a 27 de noviembre de 1634.
El licenc. Murcia de la Llana.
[h. *2v] SUMA DEL PRIVILEGIO
Tiene privilegio Alonso[I] Gerónimo de Salas Barvadillo para imprimir un libro intitulado El curioso y sabio Alexandro, como más largamente consta de su original. Despachado en el oficio del secretario Francisco Gómez de Lasprilla. En 27 de octubre de 1634.
SUMA DE LA TASSA
Tassaron los señores del Consejo este libro, intitulado El curioso y sabio Alexandro, a cuatro maravedís[II] y medio el pliego, ante Diego Gonçález de Villa[r]roel, escrivano de Cámara. En Madrid, a 2 de diziembre [de] 1634.
[h. *3r] APROVACIÓN DEL MAESTRO JOSEPH
DE VALDIVIELSO, CAPELLÁN DE HONOR
DEL SERENÍSSIMO SEÑOR INFANTE
CARDENAL
Por comissión del señor licenciado D. Lorenço de Iturrizara, vicario general en esta Corte, he visto esta fábula en prosa, su título El curioso y sabio Alexandro, su autor Alonso Gerónimo de Salas Barvadillo, conocido en diez y ocho felices partos de su feliz ingenio; decoro ilustre de nuestra nación y ceño zeloso de las entrañas, en que logró lo florido de lo elocuente y lo fértil de lo conceptuoso, escri- [h. *3v] viendo este con novedad y con acierto, en que no hallo cosa dissonante a la verdad católica de nuestra sagrada religión, ni peligro a las más recatadas costumbres, antes con crédito de su pluma y desempeño de su crédito, pues enseña con diversión, corrije con deleite y persuade con escarmientos; por lo cual merece la licencia que suplica. Este es mi parecer, salvo, etc. En Madrid, [a] 30 de septiembre de 1634.
El maestro Joseph de Valdivielso.
[h. *4r] APROVACIÓN DEL P. M. FR. FRANCISCO BOIL, CALIFICADOR DEL CONSEJO DE SU
MAGESTAD DE LA SUPREMA Y GENERAL
INQUISICIÓN Y DIFINIDOR GENERAL
DE LA ORDEN DE N. S.
DE LA MERCED
De orden de V. A. leí esta fábula ingeniosa que compuso su autor Alonso Gerónimo de Salas Barvadillo con título del Curioso y sabio Alexandro. No halló mi atenta censura en qué pudiesse darse por ofendida alguna de las verdades católicas, ni la pureza de costumbres de nuestra santa ley. Tiene este discurso morales dessengaños, escritos con[III] la [h. *4v] suavidad y deleite que su autor acostumbra. El estilo le ha ganado el nombre que merece, y la piedad de motejar defectos acredita su discreto zelo. Tal vez venció la mofa de la ruin costumbre lo que no bastó la fealdad conocida. Temerán verse fábula del vulgo, el que no hizo ascos de sus mismos dessatinos. Este fin tiene este libro y el autor por él merece que le dé nombre la reformación que pretende, y V. A. la licencia que pide. Assí lo siento, en este convento de N. S. de la Merced de Madrid, [a] 9 de octubre de 1634.
El maestro Boil.
[h. *5r] A LOS QUE LEYEREN Y TAMBIÉN A AQUELLOS QUE ESCUCHAREN LEER A OTROS, QUE ES
UNA GENTE CON QUIEN HASTA AGORA
NO HAN HABLADO LOS PRÓLOGOS
Y HA SIDO UNA MUY PROLOGONA
DESCORTESÍA
Aquellos bien barvados filósofos, que tanto veneró la Antigüedad, en quien fue mayor la arrogancia que la ciencia, entre algunas sentencias utilíssimas se dexaron dezir no pocos ridículos desvaríos. Tal fue este: «Mihi satis sunt pauci, satis est unus, satis est nul- [h. *5v] lus satis sum ego». Razón será que examinemos esto despacio. Dezir «bástame uno», «bástame ninguno», ¿quién duda que es locura manifiesta? Passemos adelante: «bástame yo solo». Esto fue tocar en lo supremo de los delirios, pues presumía de sí –este más que sabio ignorante y más caduco que prudente– que podía ser él solo el recitante, el teatro y el pueblo. Bolvamos al principio: «Bástanme pocos» tampoco me agrada, porque si lo que se escrive va como deve, acompañado [h. *6r] de buena dotrina, es poca caridad no comunicarse a muchos. Paréceme que me preguntan que si se ha de escrivir para todos. Respondo que assí lo quisiera yo, pero téngolo por impossible, con que vengo a concluir que hemos de ordenar nuestros escritos de tal suerte que procuremos satisfacer a los más, que aunque es una empressa que se defiende con dificultades terribles, con todo esso se dexa vencer y cabe dentro de los términos de la humana possibilidad. Esto [h. *6v] hemos procurado siempre y nos damos a entender que lo avemos conseguido, con que nos tenemos por bien pagados y satisfechos de la continua fatiga de nuestros estudios, aunque los demás premios se nos han huido, porque no puede aspirar a más alto, a más noble, ni a más lúzido buelo, la más ambiciosa pluma de ningún ingenio mortal.
Hanse quexado de mí los lectores –y reconózcolo por sumo favor– de que escrivo los libros de pequeño volumen y [h. *7r] agora, en vez de satisfazer a esta quexa, sale este con mucho menor número de pliegos porque tengo por mejor que nos fiscalizen –oponiéndonos una culpa que viene a ser honrada y tan sabrossa para el acusado– que no caer en tan pessado crimen como es ser prolixo; y aun assí rezelo que no serán pocos aquellos a quien les parecere importuno. Hable nuestro saladíssimo Marcial por mí, que parece que lo previno tantos siglos antes –para que me sirviesse de [h. *7v] escudo– con los versos d’este ingenioso epigrama; dize, pues, assí:
«Ter centena poteras liber epigrammata ferre,
sed quis te ferret perlegeretque, liber».
Y concluye:
«Esse tibi tanta cautus brevitate videris?
Hei mihi, quam multis sic quoque longus eris!».
Demás de que mi continua falta de salud y otras fatigas, no más bien acondicionadas, me derriban la pluma de la [h. *8r] mano y me han puesto el ingenio en estado tan miserable que pudiera dezir con Ovidio:
«Ingenium fregere meum mala cuius et ante
Fon[s] infecundus, parvaque vena fuit».
Hasta aquí llega el breve discurso d’este prólogo y acarícienmele vuessas mercedes mucho, porque ni murmura, ni satiriza. Al fin, no es de aquellos por quien el muy reverendo padre maestro fray Francisco Boil dize en el [h. *8v] prólogo de su Historia de Nuestra Señora del Puche, que salió impressa en Valencia a enoblecer a la patria rica de piedad, de ingenio, de erudición y de suavíssima elegancia. Dize, pues, «Menos acertado parece llamar al prólogo dessahogo; yo le dixera ventosa, porque allí se llama la sangre y es donde se acude a expeler malicias o morder invidias».
[h. ¶1r] A GABRIEL LóPeZ DE PEÑALOSA DEL CONSEJO DE SU MAGESTAD Y SU
SECRETARIO DE ESTADO DE LA
AUGUSTÍSSIMA CASA
DE BORGOÑA
La invencible modestia de v. m. y el justo desseo que yo tengo del beneficio común y público, me han puesto en una estrechíssima angustia: ella quiere que calle lo que él pretende que diga, y yo he determinado obedecerle a él, aunque sea haciendo a v. m. una pessadíssima in[ju]ria. S. Bernardo, ilustríssimo doctor de la Iglesia, dize de la hu[m]ildad definiéndola que es un [h. ¶1v] desprecio de la excelencia propia; y verifícase en v. m. tanto esta sentencia, que le he visto consultar muchas vezes –en materias en que tiene superior eminencia con suma desconfiança de sí mismo– a otros que le son conocidamente inferiores y, con ver que en ellos halla mucho menos de lo que en sí desprecia, aún no queda de sí satisfecho. Su inclinación perpetua a los estudios en medio de grandes y continuas ocupaciones es admirable, en que ha pretendido la propia utilidad, no la vana ostentación; y aun en esto se ha governado con tal templança que pudiéramos dezir de v. m. lo que de su suegro dixo Tá- [h. ¶2r] cito: «Retinuit, quod difficillimum est, in sapientia modum».
Pues, siendo v. m. versado en ambas historias, en las filosofías moral, política y económica y [en] las lenguas latina, griega, francesa, toscana y otras, fue con tanto silencio que, si no es los muy familiares suyos, todos los demás lo ignoraron –por lo menos esta fue su pretensión de v. m.– hasta que el servicio del Rey nuestro señor le llamó el año de mil y seiscientos y veinte y siete a la tradución de los papeles secretos [q]ue en diferentes lenguas vienen al Consejo de Estado, ocupación de tan- [h. ¶2v] ta confiança y en que v. m. ha servido y sirve con la satisfación que todo el mundo sabe y con tal excelencia que en ocasiones en que era impossible vencer uno solo, con la brevedad y priessa que pedían los despachos lo dilatado de los papeles de que constavan, se dividió v. m. en tres maravillosamente, traduziendo y escriviendo por su mano y dictando al mismo tiempo a otros dos de papeles y lenguas diferentes, de manera que ninguna de las tres plumas paró en más de nueve horas continuas que duró alguna vez este exercicio en casa del señor secretario Andrés de Rozas, tan justa- [h. ¶3r] mente alabado de v. m. por el primer hombre de su professión.
De sus muchas noticias y caudal de v. m. en todas materias fiel testigo es la elección de superior ministro para ocupación cerca de su persona, donde se pudiera brevemente prometer aventajadas medras; pero v. m., no sé si culpablemente modesto o cuerdamente advertido, a la primera dificultad que reconoció en los medios por donde se avía de executar esta merced –¡oh ambición!, ¡oh embidia!– la cedió fácilmente, contentándose con aver merecido, sin pretenderle, aquel lugar a que todos anhelan, porque le ignoran todos. De la faci- [h. ¶3v] lidad y elegancia con que a todo correr de la pluma escrive v. m. en la materia menos vulgar discursos admirables dixera algo de lo mucho que he visto, si no lo supieran cuantos conocen a v. m. de la delgadeça, fundamento y noticias con que habla y escrive en materias políticas, atándolas tan estrecha e ingeniosamente a la pureza de la religión y piedad católica. Serán testigos los estudios singularíssimos que tiene trabajados en estas materias, que si su modestia de v. m. se dexa persuadir a sacarlos a luz, serán a un mismo tiempo beneficio tan importante para todos cuanto honrado blasón para su pa- [h. ¶4r] tria.
Doime priessa por llegar a aquella excelentíssima virtud llamada amistad, tan excelente que se precian de tenerla los ángeles con los hombres, y aun el mismo Dios la tiene con aquellos que, amándole con perfeta caridad, son sus fidelíssimos siervos a quien Él mismo honra con el título y renombre glorioso de sus amigos; pero bolviendo a la amistad humana –porque la divina pide pluma muy santa y muy docta–, no he conocido en estos días quien en esta virtud, no digo que exceda, pero ni que iguale a v. m., porque aviendo sido nuestra amistad –antes que yo entrasse en estos grandes trabajos, tan gran- [h. ¶4v] des y tan continuos que pudiera dezir con Marcial «Fortiter ille facit, qui miser esse potest»– no más de un conocimiento común que suele aver entre los hombres que professan unos mismos estudios. Al mismo tiempo que los mayores amigos se me fueron mesurando y tratándome con aquel falso cumplimiento tan recebido entre los cortesanos, v. m. se me ofreció todo con llaneza, grande una y muchas vezes para alibio y consuelo de mi mal acondicionada fortuna, tantas fueron que, rompiendo todos los impossibles de mi encogida cortedad, empecé a experimen-[IV] [h. ¶5r] tarle y le hallé siempre en lo poco y en lo mucho, tan seguro, tan fiel, tan igual que pudiera hazer libro aparte de los sucessos. Quien duda que de aquí –entre las demás partes suyas– nace el tener v. m. tantos que le amen, veneren y estimen; porque, dándose todo a todos, a nadie se da menos que a sí propio. Si ya no es que digamos que en darse v. m. a todos todo, con mayor seguridad se da todo a sí mismo. Assí lo entendió el liberalíssimo rey don Alonso de Aragón, quinto d’este nombre que, preguntado qué guardava para sí, pues parecía que no tenía otra ocupación sino el estar dando siempre. Res- [h. ¶5v] pondió que las mismas cosas que dava. Respuesta digna de Rey y de tan gran Rey; y doctrina de v. m. con grande excelencia exercitada, porque, aunque la fortuna le hizo persona particular, la naturaleza le dio ánimo magnífico de rey grande y generoso.
Bien pudiera dilatarme por el campo espacioso y fertilíssimo de todas las virtudes morales y políticas, porque en ninguna dexo de reconocer a v. m. por varón insigne, pero sería con notable injuria de su paciencia, y yo la he menester en esta ocasión para que v. m. perdone tantas ignorancias como tendrá el breve discurso d’esta fábula que le presento, pre- [h. ¶6r] sente verdaderamente humilde; pero yo no tengo oy más caudal que el de una pluma y esta de tan corto buelo, como lo muestra el inferior estado en que me tiene. Nuestro Señor guarde a v. m. largos años con los acrecentamientos que yo, su mayor amigo y servidor, le desseo. En Madrid, etc.
Alonso Gerónimo de Salas Barvadillo.
[h. ¶6v] DE ANTONIO DE CASTILLA
AL AUTOR
DÉCIMA
De juez y de fiscal
tan sabio sus leyes mides,
que parece que pressides,
Salas, en la sala real,
[h. ¶7r] de oidor la plaça inmortal
mejor ocupar pudieras,
pues en lo que consideras
oy que tu fama eternizas,
oyes como fiscalizas,
y juzgas como si oyeras.
[h. ¶7v] DEL MAESTRO JOSEPH DE VALDIVIELSO,
CAPELLÁN DE HONOR DE SU ALTEZA, EL
SERENÍSIMO CARDENAL INFANTE
DÉCIMA
Si por ti, Salas, no fuera
que eres un sanalotodo,
pienso que de ningún modo
el mundo convaleciera.
A su sanidad primera,
[h. ¶8r] con la virtud de tus alas,
le restituyes, oh Salas,
Salas, que por lo salado
salas lo dessazonado,
y lo dessabrido salas.
EL CURIOSO
Y
SABIO ALEXANDRO
[f. 1r] Son las grandes cortes epílogo confuso de prodigios raros, que por ser tan frecuentes a los ojos y a los oídos, los unos –ya que d’él todo no la quitan– templan la admiración de los otros. De aquí se sigue ser la mayor a- [f. 1v] quella que nace de la singularidad de no hallar en qué admirarse; pero los ingenios especulativos, que deteniéndose poco en la contemplación d’estas obras exteriores y visibles, passan a ser espías curiosas de los coraçones y ánimos humanos, estos traen las potencias del alma en tan continuo exercicio que[V] jamás conoció en ellos la suspensión ociosidad. Son estudiantes peregrinos, su universidad es todo el mundo, su librería tan copiosa que cualquiera hom- [f. 2r] bre es para ellos un libro, cada acción un capítulo, el menor movimiento de semblante, un compendioso discurso; pero porque está concedido a muy pocos el aprehender discurriendo por sí mismos y, por el contrario, se les permite a muchos que se hagan sabios con lo que los otros discurrieron y notaron. Alexandro, cavallero rico y docto en las que gozan el título de buenas letras, residente en la corte de España, y que se avía hecho varón eminentíssi- [f. 2v] mo en ella, en esta singular estudiossidad del conocimiento de los afectos y passiones humanas no quiso defraudar a la posteridad del beneficio de sus curiosíssimas observaciones.
Parte d’este cuidado encomendó al pinzel y parte a la pluma: a él devemos retratos fieles de los semblantes de aquellos que ocuparon su especulación y a ella breves epítomes de las vidas de sus originales. Adornavan estos las pieças de un cuarto baxo, que confina- [f. 3r] van con un jardín ameníssimo. De cada retrato pendía en una tabla escrito el epítome ingenioso y sutil con más erudición que malicia, porque aun esta, de malicia sospechosa, se passava a ser advertencia utilíssima. No profanavan este lugar vulgares talentos porque su dueño era muy zeloso de la honra de su ingenio, singularíssimo por estas singularidades.
Temía yo esta, cuanto justa rigurosa ley, por ser en ella tan comprehendido, mas ¿qué no vence el ar- [f. 3v] te y cuál arte se esconde a un afectuoso desseo? La ardiente cudicia de mi curiosidad me hizo ingenioso. Ofrecime por su amigo con una simplicidad exterior, tan simulada y aparente que vencí a la astucia con la astucia. Jamás pudo penetrar en mí si me conduzía a su amistad otro fin que estuviera fuera d’ella misma; siempre me juzgava todo dentro de su aplauso, veneración y culto. Era su vanidad de las más descolladas y gentiles –común crimen de las bellezas y de los inge- [f. 4r] nios–; sitiela con las lisonjas tan serviles como aleves, mas tan desmentidas de sí mismas que las creyó verdades. Rindiose al fin, y a no muy largo assedio, porque como era la batería dulze y tan continua, ella me hizo aprisa dueño tirano del que se juzgava mi superior, tanto que me ofreció sin pedírsela, de aquellos venerandos retretes, la entrada y la assistencia, siempre que la quisiesse y por todo el tiempo que yo gustasse, fineza que antes, ni después, no se la mereció otro alguno.
Yo te confiesso, amigo [f. 4v] lector, que sentí entonces derramárseme por todo el ánimo un dulcíssimo deleite de vanagloria, porque nunca avía creído –según mi común y vulgar estilo de vivir– que tuviera tanto caudal de artificio y simulación constante. Acrediteme para conmigo, porque me hallé ser para más de lo que pensava; al contrario, les sucede a otros que se experimentan mucho menos de aquello que se presumieron. Satisfize con pródigos agradecimientos a tan generosa confiança; recebí la preciosa llave y passé con gozo, [f. 5r] aunque no sin respeto, aquellos defendidos umbrales.
Apenas puse los pies en ellos, cuando bolviendo los ojos a la mano siniestra, me acometió –sin permitirme defensa– un gran tropel de carcaxadas violentas que, para dallas garrote y ahogallas, tuve necessidad de una y otra repetida mordedura de pañuelo narigudo y limpión. Saliome inútil esta diligencia porque se me fue desenfadando el gozo, tan insolente y descarado que di las risadas más inteligibles, tan inteligibles, [f. 5v] tanto, tanto que parecieron risadas castellanas, no cultas; y aunque procuré recogellas y retirallas, ellas travessearon largo tiempo más jug[u]etonas de lo que yo quisiera. Ocasionó este regozijado bullicio el retrato de un hombre monstruo, singularíssimo por lo disforme de su vientre. Dezía el título de arriba: ‘Pança dichosa’. Crecieron más mi cudicia estas novedades, y aplicando –con ansia curiosa, y no del todo libre de malicia– los ojos al epítome, hallé que dezía assí:
[f. 6r] Vida del malvado varón, a quien el vulgo dio
el nombre postizo de ‘Pança dichosa’.
Escrívese para ser huida,[VI]
no imitada.
Este que ves, oh lector curioso, fue un bárbaro idólatra de su vientre, vivió para comer, no comió para vivir. En él hallarás el archiglotón de España y una langosta racional y discursiva. Este hizo que los años más fecundos y pródigos pareciessen estériles y mezquinos. Su patria, o madre, fue la que oy lo es de to- [f. 6v] do el orbe: Madrid. Madrid, aquella tan portentosa, tan singular que, ya sean en buena y en mala parte, no se contenta con menos que con ser madre de monstruos y de prodigios. Este, pues, que agora embaraça nuestra narración, fue opuesto ex diámetro al calvo, al cano, al flemático, al frión planeta Saturno, porque aquel se comió no pocas vezes a sus caríssimos hijos, y este muchas más a su veneranda madre. Aquel, provocado del miedo ambicioso de [f. 7r] no perder el reino, se cevó tirano en la sangre inocente de los que engendrava; este, por el contrario, entorpecido de una gula vilíssima y carnicera, no perdonó a las entrañas de madre tan generosa, y aun repitió la culpa como el ave infernal de Ticio, pues tantas vezes se las royó cuantas le bolvieron a renacer, dexando sus plaças que amanecían abundantíssimas y copiosas –con solo dar una buelta por ellas–, desiertas y mendigas. Consumió en este grassiento [f. 7v] y suzio desperdicio un riquíssimo patrimonio, de quien solo quiso que fuesse el heredero su vientre, dexando a todos los demás miembros huérfanos y desheredados. Apenas la cabeça conoció sombrero, guantes las manos, çapatos los pies. Siempre tuvo su carne muchas ventanas por donde assomarse, y aún su juizio andava no pocas vezes assomado. ¡Oh cuántas se vio aquella carne tragona açotada del aire, tostada del sol, humedecida del agua y polvoreada [f. 8r] de la tierra! Si creyesses que le bastavan las plaças públicas y comunes, engañáraste mucho porque solía meter a saco las más célebres y festejadas despensas de la corte. Jamás permitió que ni los príncipes más poderosos ni los ministros más reverenciados estrenassen nada nuevo de aquellas cosas que sirven de mantenimiento y deleite. Sus dientes desfloraron, conforme a los tiempos, toda fruta verderona, toda cristalina pesca, toda ca- [f. 8v] ça fugitiva, porque era su apetito tan prevenido, tan anterior que a las frutas vírgines las acometía en aquella primera rústica aspereza, aun antes de estar maduras; y a la caça y pesca aun antes que tuviesse la saçón y disposición conveniente, según las leyes de su naturaleza particular. A sus dientes solos se les reconoció la primacía en poner en lo sumo de la desnudez a un huesso –extrañíssimo despojo– porque lo último del rigor con que [f. 9r] a uno se desnuda es hasta dexarle en carnes; y este, apurando más la maldad, no se contentó con menos que con dexar a los huessos en lo último de huessos: los de las frutas todos se los tragava y engullía. Por esta causa, le podían aver nacido en el vientre los árboles guindos, cereços, albarcoques y duraznos porque más parecía que sembrava en él frutales que no que comía frutas; mas passemos a otras.
El melón, la pera, la camuessa y hasta las simplo- [f. 9v] nas avas siempre entraron bien vestidas y arropadas en su estómago sin quitalles la cáscara, ni aun limpialles el vello porque no se dixesse que lo desnudava todo. No se libró de su gula boraz y tragona aquel reino ventoso, vocinglero y cristalino; todos sus ciudadanos la experimentaron y temieron como si dixéssemos: el atún grassiento, tozino goloso del mar océano, tan solemnizado cuando le pescan de los protopícaros de las almadravas; y aquel [f. 10r] nobilíssimo hidalgo montañés, con quien se multiplican muchos retratos a la fortuna, cuando le dividen en diferentes ruedas, y todas sangrientas, salmón en nombre, que puesto en el gaznate de los golosos, será un Salomón para ellos, porque como es la cosa que más bien les sabe, les parecerá que es la que más sabe. También coronó su mesa el otro, tan defendido de sus espinas como si fuera rosa, sin que la imite ni en lo luzido de la belleza, ni en lo suave del aliento, [f. 10v] comida en Madrid en todos tiempos sumamente discreta, porque siempre tiene más de salado que de sábalo. Mas, ¿qué más podré dezir que lo afirman muchos virtuosos y, aun dicho por muchos y tales, parece impossible?
Dizen, pues, que fue un comedor tan infatigable y perseverante que no conocieron sus dientes más ocio que el del sueño. Sus despensas portátiles eran las faltriqueras;[VII] por esso las traía de cuero, con que venían a ser de cuero [f. 11r] dos vezes, por el dueño y por la materia. Las calles más públicas y principales fueron para él tan familiares y domésticas como su propia casa, pues en todas igualmente comía y tragava sin femenino melindre, sin varonil recato. Cercávale la pueril inocencia con quien usava entretenidas liberalidades, siendo mayores las burlas que las dádivas.
Peregrinó todos los pueblos de España, sin reservar alguno a quien no hiziesse visita particular y molesta, [f. 11v] porque estos passos que él dava no los governó su curiosidad, sino su golosina, como si dixéssemos –y bástenos pocos exemplos–. Visitó en Pinto a los quesos substanciales, ciegos y dessojados porque el buen queso ha de ser corto de vista. En Zamarramala a las suavíssimas mantequillas, más derretidas que las más finas portuguesas, porque estas se derriten con la humedad de la boca y las otras con no menor fuego que aquel invencible y grande del tirano A- [f. 12r] mor. En Alcalá a las ubas panales, aquellas que en su misma planta nacen conservas golosas; su mismo nombre acredita mi opinión: llamáronlas moscateles y creo yo que por la solicitud con que las buscan las moscas, gente que en esto de golosinas tiene la primacía del buen gusto. No se contentava con gozar lo excelente de una comida en una provincia, sino que lo solicitava en otras: pues, fue a Portugal y a Zaragoça a buscar los celebra- [f. 12v] dos quesos de Alantejo y de Tronchón. Otros hombres, si son glotones, no son golosos, y si golosos, no glotones; pero este hizo a entrambos vicios como muchos a entrambas manos. Al fin, su pança fue tan peregrina en el mundo que él vino a ser peregrino en él por ella. Fue peregrino por su continua peregrinación por la tierra, y peregrino por la singularidad del humor que le obligava a que peregrinasse. Al fin se podrá dezir con verdad por este –y con verdad única– [f. 13r] que a ninguna jornada de cuantas hizo –que fueron muchas– le llevaron tanto sus pies como sus tripas. No fue más templado en la bevida, ni le devió menos finezas. Hablen las bodegas de Castilla la friona, las de Portugal el derretido, las de los reinos de la nobilíssima Corona de Aragón, y hablen estas con todos sus fueros y con todos sus fieros. Hablen, digo, todas y principalmente las últimas. Estas podrán dezir cuán afectuoso y tierno se entregava a sus re- [f. 13v] galadíssimas malvasías; pues que, pareciéndole que no avía otro bien que se igualasse al gran deleite de bevellas, se ofendía de que su nombre empeçasse en mal y le mudó en bien, llamándolas bienvasías. Los demás cofrades de la Tragantona y Coladera.
Tantas vezes lo aprovavan
cuantas vezes las provavan.
Por esta causa el vulgo rudo y sobervio, que siempre hierra los títulos de las cosas, le llamó ‘Pança dichosa’, siendo más propios adjetivos para ella el [f. 14r] de malvada o infernal, pues le reduxo a tanta miseria que le obligó a que mendigasse de puerta en puerta. Finalmente, aquella que un tiempo pudo competir en hartazgos con la del frenético Eliogábalo, vino a dessear los más duros y miserables mendrugos, y aun no alcançó tantos como quisiera de aquellos duríssimos que se rebelan contra los dientes y sacan sangre de las encías.
Su muerte fue en un hospital y su sepulcro en un carnero, que en aquel de quien [f. 14v] él comió tanto en vida, fue comido después de muerto. Pudieran quexarse los gusanos de que, aviendo comido este hombre por más de un millón de hombres, no comieron en él más que un hombre solo; y este llegó tan consumido a su poder que se presume que se comió él mismo gran parte de sí propio. No es la presunción vana, porque muchas vezes se consumía con el pesar de no tener que comer todo aquello que él quisiera engullir. Mas no os parezca este es- [f. 15r] candaloso hipérbole; oídme y creedme.
Las vigilias y sudores de más de veinte antepassados suyos, que por largos siglos no hizieron sino acumular riquezas, las consumió la insensata gula d’este miserable bárbaro en menos de siete lustros. Conforme a esto compitió este en ser tragón implacable con el voracíssimo tiempo, porque él solo se traga los siglos y las edades. Tal fue que se comió hasta su sepultura, porque la vendió para este efecto: según esto podremos dezir, y no teme- [f. 15v] rariamente, que a los gusanos, que le avían de comer después de muerto en su sepulcro, se los comió él vivo para conservarse en vivir, con que fue tan extraño que reparó su vida con la misma muerte. Adelgazemos más esta consideración, si no recelamos que de muy delgada se nos quiebre. Tenemos provado que se comió los gusanos de su sepulcro; siendo esto assí, supuesto que a él se le comieron después los gusanos del carnero del hospital donde fue ente- [f. 16r] rrado, no será gran dessacato dezir que en su carne se comieron unos gusanos a otros, y que aquellos del carnero hospitalario anduvieron unos gusanos muy caribes, comiéndose los animales de su mismo género. Mas, ¿dónde voy ciego? Los gusanos solos de los sepulcros, estos, estos son los verdaderos caribes, pues no saben mantenerse sino de carne humana. Responderanme que también de tierra; y yo replicaré que en tierra y carne humana no dife[r]encian el man- [f. 16v] jar, sino el nombre, porque tierra y carne humana son una misma cosa. Coligiremos, pues, d’esta sentencia que no solo en la carne d’este asqueroso gulón, sino generalmente en la de todos los demás hombres, comen los gusanos, gusanos.
Sirva esto de algún dessengaño para que enfrenemos nuestros insaciables apetitos, nuestros frenéticos desseos y, últimamente, todas nuestras bárbaras sensualidades. Honestíssima virtud es la templança, y digna de habitar en generosos y gran- [f. 17r] des ánimos; corrige y templa todas las inobediencias y libertades de la glotona gula y de la luxuria torpe, cortando en una cabeça la de entrambas. El que quisiere ser varón casto –gloriosa y difícil conquista– ha de entrar primero por la puerta estrecha y cerrada de la abstinencia, no tan estrecha y cerrada que sea menester más llave que la de hazer con la continuación constante algún hábito y costumbre. Las más copiosas y ostentativas mesas, mientras más [f. 17v] lo son de manjares peregrinos y preciosos más lo son de achaques, de dolores, de sueño, de pereza y de abrille más puertas a la muerte con este artificio goloso de las que ella naturalmente se sabe. No son todos los venenos los que nos preparan nuestros enemigos, mas son los que nosotros nos tomamos por nuestra eleción, cubiertos con el oro mentido de aquel sensual deleite. Algunos mueren de un bocado que les dan y muchos más de muchos bocados que ellos [f. 18r] se toman. A más han muerto los hartazgos que las cicuta[s]. ¿Hase visto solimán más executivo que una aplopexía? Para conservar la vida comemos, y con este propio medio, usando d’él dessordenadamente la destruimos. Considera, hombre, esto y no más. Cuanto excedieres en la mesa, te lo ha de castigar después la botica. ¡Oh gran dolor! Si tuviéramos tan presente como es justo la memoria de que la primera entrada de la muerte en este mundo fue por la comida, no [f. 18v] tratáramos tanto de huir de ella por la misma puerta por donde entró. Las mesmas cosas en que más nos olvidamos de la muerte son en las que más deviéramos acordarnos d’ella. Come un hombre y si le preguntáis el porqué, dize que por no morir. Y responde mal, que no come sino por entretener el vivir; pues, aunque coma, no dexará de morir al tiempo que le está su fin decretado. Y es tan ciego, que olvidado del origen donde tuvo principio este comer, que [f. 19r] fue en el proprio morir, como tenemos advertido, no solo come con templança aquello que le basta para alimentar el vivir, sino con bárbaro dessorden aquello que le anticipa el morir, saliendo él propio a ofrecerse al camino a la misma muerte de quien tiene por infalible que va huyendo. ¿No sería loco furioso aquel que, dándole una espada para que con ella defendiesse su vida, se arrojasse de pechos sobre su punta y la hiziesse instrumento de su muerte? Pues, esta bárbara [f. 19v] culpa comete el glotonazo con el abuso de los manjares. La gula es uno de los vicios capitales y madre fecundíssima de la mayor parte de los demás: con la embriaguez engendra a la sobervia y a la ira, y con ella y la repleción a la torpe luxuria y a la soñolienta pereza. Nuestra madre común, la naturaleza sabia, no puso el deleite en los manjares por fin, sino por medio, que su fin es que nos sustentemos comiendo templadamente, y nosotros, haziendo [f. 20r] d’este medio, principio, medio y fin, lo erramos tanto que nos destruimos. Roguemos, pues, al cielo que nos embíe un rayo de su sagrada y liberalíssima piedad para que con su luz nos dessatemos de las tinieblas de un vicio tan irracional, tan torpe y tan ciego.
Hasta aquí llegava el discurso de la vida de ‘Pança dichosa’ y yo reparé con atención en la buena dotrina y me acomodé muy bien con ella. Ayudé algo a su discurso con varias cosas que a mí se me ofrecieron, que [f. 20v] aunque le hizieran más dilatado, aun no fuera importuno. Mas detúveme poco en ellas porque se me fueron los ojos a otro retrato con honrada cudicia. Atendile con ellos mucho, con el juizio mucho más; y passando luego a la inscripción hallé que dezía: El ‘Majadero pulido’. No me pareció que las líneas de su semblante desmentían aquel ridículo renombre. Corrí con esto al ingenioso epítome; empeçé a leer y su discurso fue este:
[f. 21r] Vida del ridículo varón, a quien el pueblo dio el título justo del ‘Majadero pulido y limpión afectado’.
Propónese, oh piadoso lector, más para la
compasión que para la risa.
Este que miras y esto que le[e]s a un mismo tiempo, oh ingenio curioso, fue la risa común de los pueblos, gozo y aumento de los mercaderes y sastres. Afectó la limpieça con ridículos melindres, con peregrinos escrúpulos. Para esto andava siempre cargado de alhajas limpionas, siendo más [f. 21v] azémila que hombre o pareciendo una tienda portátil de lencería. Los lienços que limpian la cabeça por el conducto de las narizes, nunca los truxo menos que a dozenas; los palillos mondadientes a centenares; los paños de manos a pares y de la misma suerte para los çapatos bayeta, para los vestidos limpiaderas de que venían bien prevenidos dos pajezillos o –por dezirlo con más propiedad y gracia– dos buhoneros lampiños que le pisavan la sombra.
Siempre be- [f. 22r] vió en vasijas nuevas, sin que ninguna repitiesse sus labios porque vasija entrenada dezía que la tenía por sospechosa de que huviesse llegado a ella el contacto civil de los siervos de la familia y la dexasse, si no inficionada, menos limpia. Enjuagávase la boca y lavávase las manos aun en medio de las calles públicas, y esto tantas vezes cuantas encontrava con alguna fuente de las muchas que son adorno y provisión d’esta nobilíssima Corte. [f. 22v] Por no ensuziar los dientes y muelas, no mordía, ni mascava, sino engullía: tanto quiso purificallos que, molestados de la continua persecución del yerro y del lienço, los vio caducar en medio de su florida juventud; y dezía muy lastimado y lloroso –¡oh lágrimas mentecatas!– que quisiera tener dos pares para remudarlos, quitando los suzios y sustituyendo en su lugar los limpios. Mas atrevámonos halgo más al
piélago profundo de sus afectaciones fantásticas; [f. 23r] de toda risada estupenda y escandalosa es digna la narración que nos espera.
Dízese que, trayéndole un día un criado para que le recibiesse, como le preguntasse de dónde era, y el otro le respondiesse que de la Mancha, al instante rasgó los aires con una voz tiple, afectada, mugeril y hazañera, y cayó desmayado. Bolvió en sí después de largo tiempo a fuerça de algunas diligencias medicinales, y mandó que le truxessen otro vestido porque el que tenía puesto se [f. 23v] le avía manchado aquel hombre, a quien no solo quiso recebir, pero ni aun abrir los ojos para verle porque no le manchasse la vista. Prosigamos, pues, con la relación de las culpas del processo d’este majadero magnífico.
A las lavanderas llamava mugeres líquidas, potables, cristalinas y transparentes, colegas, canoras de las ninfas, festín y sarao de las corrientes brilladoras; y, por el contrario, a las mondongueras, ministros del baratillo [f. 24r] civil y asqueroso contra la hambre picaña y grassienta de todo esportillero corito, de todo aguador gavacho, gente tripona, pançuda y rastrera, y al fin condenada y precita. Dezía que sus ollas eran caçoletas del infierno y perfumes bien dignos de aquellos palacios ahumados y tenebrosos. Prevínose muy apriessa de todo aquello que llamamos testamento y codicilo, no tanto con atención christiana y prudente, cuanto con afectada y ridícula [f. 24v] impertinencia. Viose en lo que ordenó en ellos, que fue que no acompañassen su entierro ni los muchachos doctrinarios ni los desamparados, porque los más d’estos suelen tener sarna, y temía que aun después de muerto se la pegassen. Tuvo siempre mortal odio a los médicos y boticarios: a los segundos, por las geringas a quien llamava aleves, facinorosas, sodomitas y nefandas; y a los primeros, porque consultavan con los ojos y con las narizes a los [f. 25r] servidores enfermizos y a los dolientes orinales. Con grande injuria de su salud y conocido riesgo de su vida, jamás quiso purgarse en toda ella; y preguntada la razón, como si la pudiera dar quien jamás la tuvo, respondía sin dalla, dexándola más [in]inteligible, cerrada y confusa. Respondía al fin con más melindre que pudiera doña Melisendra en Sansueña que, por no repetir tantas vezes en un día aquella miseria humana, jamás retrocedió aquella cabeça va- [f. 25v] cía y ventosa: ¡ved qué gentiles calidades! Por cualquiera d’ellas pudiera ser adjudicada a una barbería. Digo, pues, que jamás retrocedió sin que la acompañasse todo el cuerpo porque afirmava –ridícula y pueril menudencia– que cabeças torcidas solo eran buenas para candiles, y que por esto temía ver la suya nadando en azeite, que era lo mismo que naufragar en un océano de manchas.
Estava muy bien con los carros y escovones de la limpieça calle- [f. 26r] jera y trotona, y llamávalos barberos útiles, curiosos y elegantes de las calles más nobles, más ilustres y más públicas porque las afeitavan y pulían. Si alguna vez encontrava con ellos al tiempo que suelen venir impeliendo un gran torrente de lodo revalsado y detenido, corría –como el ciervo cuando acaba de darse un grande hartazgo de culebras– al agua de la primer[a] fuente y se lavava muchas vezes los ojos, y hasta aver hecho esta impertinentíssima diligencia, a na- [f. 26v] die quería mirar con ellos asseverando que los traía llenos de serpientes, de vívoras y de alacranes, y que no era bien que con tan malvado veneno quitasse la vida a las racionales[VIII] criaturas. Aquellos días de los hartazgos, aquellos, digo, glotones y engullidores de las profaníssimas carnestolendas, cuando la insolencia fregonil y estropajosa vierte diluvios de agua sospechosa y espesa de aquella con que se suelen enjaguar los presidentes murciélagos y noturnos, [f. 27r] dezía que los señores juezes de la limpieza le avían dado su casa por cárcel, mas tan limpio era tanto, tanto, que se salió de un cuarto de mucha y muy acomodada vivienda que le alquilaron sus criados y perdió con mucho gusto el dinero que dieron adelantado porque supo que su dueño era confesso. Baxose al río humilde, al cristal modesto y nada guerrero del serrano Mançanares con su familia y alhajas, ella asustada y ellas casi arrastradas. Bañáronse las perso- [f. 27v] nas, y sin tener atención a su costa, ni respeto a su curiosidad, hizo que se lavassen sus vestidos; mandó jabonar los bufetes, las mesas, los escritorios, las colgaduras y tapizerías, y últimamente los clavos que las avían suspendido. Passaron por esta rigurosa expurgación los perros y los gatos, y hasta aquella ave graciosamente parlera y más graciosamente pintada sintió sobre el abril indiano de sus plumas floridas las corrientes mantuanas del [f. 28r] carpentano Mançanares. Sonó por la Corte el caso, dio un gran grito por el mundo esta singular hazaña limpiona y frenética, y esta, esta le grangeó con el pueblo el título justificadíssimo del ‘Majadero pulido y limpión afectado’, y aún le quedó a dever mucho.
Quien quisiere saber más hazañas de este menguado cavallero, lea los anales de las historias volátiles de las moscas importunas y caseras, que ellas le cuentan en el número de [f. 28v] los mosquicidas, de aquellos más crueles tiranos que las han perseguido y le dan el lugar primero. Encerrávase los veranos a matarlas, mas ya esta culpa avía sido cometida muchos siglos antes por alguno de aquellos grandes Césares que mandaron el orbe, pero no por esto menos ridícula, ni más disculpada. D’estas aves fue caçador vigilantíssimo y al fin un coco, una estantigua, un espantajo de todos los vassallos del gran duque de Moscovia. Afírmase [f. 29r] que fue la patria d’este varón moscatel la fidelíssima ciudad de Zaragoza, ciudad verdaderamente insigne entre las más ilustres de España, no tanto por lo curioso y magnífico de sus admirables edificios como por lo perseverante y prudente de su christiano y político govierno. Nacer entre tantos varones sabios uno necio, devió de ser para que sirviesse de lo que el lunar en el rostro de una dama hermosa. La plata más fina y tersa no sale de las entra- [f. 29v] ñas de la tierra sin alguna escoria; y las consonancias artificiosas de la música más perfecta se suelen hazer tal vez más agradables por alguna dissonancia, demás de que si la variedad –assí lo quieren algunos grandes juizios– es la mayor hermosura del universo, también –regulado con proporción– lo será de una ciudad populosa.
Mas bolvamos al assunto de nuestra pluma. Fue este cavallero en su comer muy templado; la carne comía pocas vezes y poca. [f. 30r] Siempre comió assado, y esto tan seco y enjuto que le avía lamido antes el fuego lo más precioso de su virtud y substancia, y aun con estar assí lo comía con palillos y tenedores a imitación de los que nos refieren algunas historias modernas de ciertos gentiles, grandes políticos y no menos ilustres filósofos morales. A todos los guissados recusava, y los llamava grassientos, grosseros y brodistas; adjudicávaselos a los estudiantes de las universidades que [f. 30v] estudiavan el derecho y dava por razón el dezir que esta voz ‘ius iuris’, en latín, significava el derecho y también el caldo; y por esta causa, en su opinión, todo jurista era brodio y todo brodio jurista. Hablava como hombre idiota y que no avía visitado las grandes escuelas de España, donde siguen esta prudentíssima facultad los hijos de los más poderosos y más nobles hombres del reino, y por ella ocupan eminentíssimos puestos, assí eclesiásticos como segla- [f. 31r] res. Digamos algo de su traxe y adorno: su ropa blanca era mucha y muy costosa; esta no se labava en la parte común y plebeya del río, sino en lugar escogido, oculto y retirado. Para este exercicio tenía dos negras, tan presumidas y vanagloriosas de su jabonado que dezían ellas que se atrevían a jabonar a la misma nieve y a que saliesse, después de jabonada de sus manos negras, mucho más blanca. Reparemos un poco; advertid y considerad cómo ossaron es- [f. 31v] tas etiopisas y guineas tiznar a la sobervia y a la vanagloria, haziéndose de su parcialidad y séguito; mas, ¿cuándo la sobervia y la vanagloria no estuvieron tiznadas? Más antigüedad tiene la tizne en la infernal sobervia que en la abrassada Etiopía: ella es carbón y polvoroso cisco que arroja unas chispas de más ruido que efecto; y al fin, un humo caliginoso y vano que mientras más se desvanece más presto se dessaparece. Según [f. 32r] esto, cuando habita entre espíritus tan negros, en su propia casa está, no ocupa nada ageno.
Dexemos a esta emperrada servidumbre y passemos a los mercaderes y sastres que en esto no haremos más que dexar a los perros por los gatos. Estos más le desnudaron que le vistieron, mas assí lo hazen con todos. Los demás ladrones que afligen la república, unos roban la ropa y otros el dinero; pero los más d’estos, con la ropa que nos dan, nos roban dinero y [f. 32v] ropa. Lo peregrino y singular de su traxe le hizo ser notado y escarnecido; mas avía llegado a sutilizarse tanto su vanidad que recebía los desprecios en cuenta de aplausos: los silvos le sonavan a víctores y los vexámenes le hazían ruido de aclamaciones. Mirávase tan arriba en su opinión que no crehía que nadie pudiesse perderle el respeto sin quedar escrito en el número de los hombres juglares y placenteros. Sin duda él era un culto o –por mejor dezir– un [f. 33r] cultíssimo de vestidos porque no buscava lo mejor en ellos, sino lo más singular.
Con estos insensatos caprichos, se dio gran priessa a desperdiciar mucha suma de hazienda; y si la muerte piadosíssima no le huviera prevenido en lo más ardiente de su edad, tuviera su fin en la misma parte que ‘Pança dichosa’. Su testamento ridículo, de que dexamos referido algo, fue semejante al demás curso de la vida: mandó que sus vestidos y ropa blanca no se vendiessen, [f. 33v] sino que se quemassen, porque más quería que se convirtiessen en ceniza[IX] que no que parassen en los muladares de algunas personas suzias. Sumo delirio no advertir que, por este camino, los embiava al muladar más presto porque toda ceniza es polvo y todo polvo muladar que, olvidado, moría de sí mismo, pues no veía cuán cerca estavan su carne y sus huessos de la misma hediondez y podedumbre, y pretendía preservar a sus vestidos y ropa blanca de aque- [f. 34r] lla injuria que a sí mismo no podía. Qu[i]so ser abierto y embalsamado, y tanto más confessava ser corruptible cuanto más procurava defenderse de la corrupción. Pretendió con esta vanidad lisonjearse a sí mismo en su cadáver y engañarse en aquello donde está el último y el mayor dessengaño. Los más preciosos aromas no pueden cerrar la puerta a la corrupción, sino entretenella. Pues siendo assí, ¿qué se consigue con esto, sino mentirnos [f. 34v] a nosotros propios y hazer burla y juego de las mayores y más importantes veras? Yo pienso que estas son las especias aromáticas con que les sazonan la carne a los gusanos; para que la coman con mejor gusto, sírva[n]les estos de pimienta y clavos, y cómanlo poltronamente sin romper los mares procelosos en demanda de la costosa especiería, por quien tanta sangre se ha vertido, por quien tantos golfos se han surcado, buscándola unos hombres para otros [f. 35r] hombres, la codicia de los unos para la gula de los otros.
Bolvamos al testamento. Entre otras mandas, pareció piadosa el dexar a las esclavas negras libres, mas ya ellas lo eran porque, en una familia que carece de govierno, cada uno sigue la ley de su voluntad. Hallose que avía destruido en galas ridículas, superfluas y afectadas una suma increíble. Entre los mortales ningunos son mayores locos que los que siguen esta senda, pues no advierten que el primer vesti- [f. 35v] do se sacó de la tienda del pecado y que en nuestros padres primeros fue lo mismo que un sambenito, y nosotros somos tales que hazemos del sambenito gala. Pues, hombrecillos ciegos y miserables, multiplicad vestidos y galas, pero ha de ser advirtiendo que cuantas más galas y vestidos os multiplicáredes, tantos más sambenitos os multiplicáis. Mas ¿qué diremos de tantas cortesanas rameras que cometen tanto pecado torpe por una gala inútil, por un antojo bárba- [f. 36r] ro? Nuestros primeros padres Adán y Eva se vistieron de lo necessario para cubrir su desnudez porque pecaron; y estas –afrentosa injuria de la república christiana–, por vestirse de lo superfluo, pecan. La invención del primer vestido fue para que sirviesse a la honestidad y vergüença; y, al contrario, las tales por un vestido cometen infinitas desvergüenças y deshonestidades. No vivimos con la necessidad, sino con la opinión, y d’este daño se originan todas las ruinas de la virtud porque el vesti- [f. 36v] do también sirve como de escudo contra la inclemencia de los elementos, y este fue como segundo fin; pero nuestra vanidad ha introduzido que sea ornato, ostentación y pompa.
A mucha parte de indios de los que descubrieron nuestros españoles se les dio nombre de bárbaros porque andavan desnudos, ¿y por qué no seremos también llamados bárbaros nosotros por andar superfluamente vestidos? Y es tan necia la arrogancia de nuestra presunción y fantasía que, [f. 37r] andando muchas vezes casi desnudos, creemos que estamos muy bien vestidos; y esto nos sucede cuando es tan delgado lo que traemos y muchas vezes tan rompido y acuchillado que, dexando de ser abrigo a nuestros miembros, solo sirve de entretener a los ojos de los que nos miran, con que parece que más tratamos de vestir al agrado d’ellos que a nuestra carne. ¿Qué enfermedades repentinas se siguen d’este dessabrigo? No pocas, y luego para- [f. 37v] mos en el mayor extremo de la desnudez que es la muerte: pues, para llevarnos a la sepultura, nos desnudan casi en carnes, donde passando más adelante esta desnudez, los gusanos nos desnudan d’ellas y nos dexan en los huessos. Puedan, pues, algo estas razones con nosotros; salgan las verdades alguna vez con la victoria, que tan de justicia se les deve para mayor gloria de aquel grande artífice, que es fuente de la vida, y para que nos halle más [f. 38r] libres y dessocupados la muerte.
Este fue el fin del discurso de la vida del ‘Majadero pulido y limpión afectado’; y aunque pudiera cargar la consideración mucho sobre las acciones ridículas d’este menguado vaníssimo al entendimiento, me le inquietaron los ojos por aver passado sus luzes a la contemplación de otro retrato. Ocupávale la figurilla de un hombre, tan pequeña que pudieran consolarse con ella los pigmeos y los enanos. [f. 38v] Según esto, mal dixe le ocupava, pues el lienço se mirara desierto en la mayor parte, si no llenaran sus vacíos muchas plumas, processos y tinteros. Arrebatome el entendimiento la estrañeza de la pintura y, cuando me determinava a tenerla por enigma, me desengañó la inscripción que dezía assí: El ‘Pleiteante moledor y tramposo’. Viendo, pues, que conformavan el pinzel y el título, se dessasosegó mi ingenio y, corriendo a buscar su centro en el epí- [f. 39r] tome, se entró luego por su discurso. Las razones de que se componía son las que se siguen.
Vida del varón infeliz y perverso, justamente llamado el ‘Pleiteante m[o]ledor y tramposo’. Hallarase en
ella tanto dessengaño como lástima.
Las líneas d’este pinzel y los renglones d’esta pluma, noble y christiano ingenio, te proponen pintado y escrito al ‘Pleiteante moledor y [f. 39v] tramposo’. Considérale tan pequeño y negro, y hallarás que este fue un trasgo en los tribunales de los juezes y una pulga en los oficios de los escrivanos criminales y civiles, más vivo que el azogue, más perjudicial y más penetrante. Sus padres fueron viles, su patria nobilíssima: ellos, con yerros en los rostros, con yerros en las gargantas y muchos más yerros en las costumbres, manifestavan ser esclavos; mas el color de su rostro aún los infamava más por- [f. 40r] que los acusava por mulatos. Traían en él crédito constante para la presunción de toda maldad atrocíssima y aleve, y era lo mismo que ir diziendo: «¡Afuera, afuera! ¡Aparta, aparta!». Entrambos eran de Berbería, tierra que lleva mejores dátiles que personas. Él, no contento con solo ser perro, se passó de extremo a extremo y se preció mucho más de ser gato, y diose tanta priessa a meter la uña que le ahorró la horca. Diéronle cordelejo a vista de[X] [f. 40v] mucho pueblo y estuvo tan lexos de correrse por ello que, aunque mostró mucha travessura en los pies, no se podrá dezir con verdad que diesse un solo passo con ellos. Tuvo mucho de extraordinario este vexamen porque no se le dieron con vozes, sino con patadas; y él, como en desprecio d’este desprecio, después de aver hecho piernas, se mostró muy estirado. Este fin tuvo el uno de los que dieron principio al ‘Pleiteante moledor y tramposo’. Digo que [f. 41r] este fin tuvo su padre y con el mismo acabaron su abuelo y bisabuelo de modo que pudo dezir que venía de un linaje que, aunque nacían baxamente, altamente morían. La berverisca madre fue ave nocturna y tal que a nadie reconoció ventaja en el bolar por el cañón de una chimenea; subía tan derecha por la línea de en medio que a ninguna dexó dessollada, quise dezir desollinada, si es que a las chimeneas las sirve su ollín de pellejo –permítasenos esta tiz- [f. 41v] nada licencia y passe por término culto–. Su amo pretendió para las Indias y valiose de las malas artes de su esclava para su pretensión; creyó –¡oh ciego!– aver conseguido por medio d’ellas un gran oficio. Por esta causa, antes de partirse, la dexó libre y todos sus bienes muebles; bien que el título que se dava en público a esta liberalidad era diferente. Él pereció en el agua y ella en el fuego de modo que a él las hondas y las llamas a ella castigaron sus cercos y conjuros. Tales fueron los padres y [f. 42r] tal el amo de Martinillo, assunto de nuestro epítome, en cuyas muertes al amo le sobró el agua, a la madre la sobró el fuego y al padre le faltó el aire. Este es, pues, aquel Martinillo, ‘Pleiteante moledor y tramposo’, y aún se le quedaron a dever más atrozes títulos. El progresso de su historia me sacará verdadero. Digamos su patria, porque ella a él, aun con ser tan vil, podrá honralle, y él a ella en nada dexarla ofendida; tan ilustre es, tan magnífica, tan populosa, tan opulenta. [f. 42v] ¿Será menester con esto que os diga que fue la gran Sevilla? Ya lo dixe; y ¿para qué? Pues las señas no pueden venirle bien a otra alguna del orbe; yo os lo diré y advertid para que la ciega passión, que podéis tener a otras ciudades, no os obligue a hazeros árbitros d’este laurel, dándole cada uno a la que reconoce por patria.
Quedó Martinillo con cinco cincos en la edad y en las malicias, como si huvieran passado por él muchos millon[e]s de siglos; el ser en el co- [f. 43r] lor muy negro y en el hablar pessado y prolixo hizo que se presumiesse que no se le avía puesto a caso el nombre de Martinillo. Criole su amo como a hijo, y aún lo parecía porque en las costumbres se diferenciavan poco. Enseñáronle a leer, escrivir y contar, y tanto latín que, a ser Juan –supuesto que no era nada blanco–, pudiera ser segundo Juan Latino. Era singularíssima su inventiva para toda maldad, para todo embuste, para todo fingimiento y [f. 43v] cautela; su inclinación a solicitar causas, a bullir pleitos, resucitando los ya olvidados y fabricando otros de nuevo. Los bienes de su madre fueron confiscados; y assí, aunque fue su hijo, no su heredero. Mas una tía suya, hermana de ella –pescadera en el oficio y en las costumbres pecadora carnal y torpe–, con lo que avía pescado, no en la mar, sino en las bolsas agenas con sus malos pesos, le dexó acomodado y rico. No se gozó él tanto con la herencia como con que le truxo pleitos; pare- [f. 44r] cíale a él que avía heredado más en ellos que en ella, y como un muchacho goloso, que cuando le dan alguna cosa dulce la come muy despacio porque no se le acabe, assí este llevava los pleitos con passos muy dormidos porque le durasse aquella causídica inquietud y aquel dessasosiego litigioso.
Diéronle una sentencia en favor en cierto pleito, y como la parte contraria apelasse para esta Corte y sus letrados se lo disuadi[e]ssen, porque no tenía justicia, apeló él también [f. 44v] de la misma sentencia, tomando por color que no le avían adjudicado todo lo que él dezía pertenecerle, y no era sino el dolor de ver que el pleito se le moría entre las manos. A esto se juntava el desseo de venir a este bellíssimo lugaraço a exercitar en tanta variedad de tribunales como tiene su inclinación turbulenta, tan ocasionada a peligros como passos, porque no se da passo sin peligro en los pleitos y es fuerça que los peligros sean muchos porque [f. 45r] los passos no pueden ser pocos. Apenas puso los pies en esta admirable, cuanto confusa Babilonia, cuando corrió como a su centro a la plaçuela que, con ser su nombre San Salvador, solo pretenden en ella los que la frecuentan condenarse los unos a los otros, porque este es el fin de los pleitos. Pareciole poco el tráfago y que no sonava aquel ruido a tanta trampa y cautela como su naturaleza le pedía. Partió luego a toda diligencia apressurada y congojosa a [f. 45v] la que llamamos de Santa Cruz; y aunque él fue con tanta prisa, yo me detengo despacio a considerar cómo pudo ser que se diessen a estas dos plaçuelas –donde tantas injurias contra el Salvador del linage humano se cometen–, a la una su sacratíssimo nombre y a la otra el del lugar santíssimo donde nos salvó. Mas bolvamos a Martinillo que ha llegado al campo más deleitoso y florido de cuantos le pudo pintar y mentir su tan alevosa cuanto sutil imaginación.
[f. 46r] Apenas se vio en aquella –aunque al parecer pequeña en sitio–, en lo demás dilatadíssima provincia, cuando la dio con los labios la paz que ni ella tenía, ni quería, ni podía tener, y él era el que menos desseava que la tuviesse, porque, aunque es verdad que la ceremonia fue tan pacífica, el ánimo venía sangriento y belicoso. Deleitose contemplando en su idea aquellos cuatro ríos invisibles que la ciñen y admirose de ver que, con ser tan [f. 46v] caudalosos, mientras más la regavan, correspondía con peores frutos. Digamos, pues, sus nombres –en gracia de los lectores candidíssimos que nos sufren y nos perdonan–; son estos: el Tajo, el Ebro, el Marañón y Esguevilla. Expliquémonos más y hablemos clarito como el agua, pues tratamos de estos claríssimos ríos. Digo otra vez claríssimos, aunque no son venecianos. Por el Tajo, se entiende el de muchas plumas escrivanistas, cuya agua, cuya [f. 47r] tinta ni sabe, ni puede, ni qu[i]ere correr, si no es por entre arenas de oro. Del Ebro, a quien llaman traidor porque, naciendo en Castilla, riega en Aragón; d’este beven algunos solicitadorcillos aleves, y muy aleves, porque mostrándose defensores de la una de las partes, acuden con avisos a la otra y tal vez suelen engañarla en ellos, con que las estafan y las pierden a entrambas. Pero es mucho mayor el número de los que gastan el agua del río Marañón, [f. 47v] el procurador, el pleiteante, el escrivano, el abogado, el aguazil y el solicitadorcillo; y preguntada la razón, responden que, por ser aquella agua sutil y delgadíssima, la beven todos los cortesanos. El Esguevilla se le aplicamos a todo escrivanillo, a todo porterejo de aquellos que son podencos entre onze y doze. Digo podencos otra vez, pues por el olor descubren la caça que buscan; y la razón porque se le aplicamos es considerando que es bien que estos ministros inmundos y espesos [f. 48r] tengan por su compadre y paniaguado a este chirrión acuátil. Y no digo chirrión cristalino por no manchar voz tan limpia con este asqueroso fragmento de Pisuerga. Estas son las metafóricas corrientes y las[XI] hondas alegóricas de quien se vaña la provincia inconquistable que tanto deleitava a Martinillo. Refiramos ya cómo se portava con ella, atronemos el mundo con narración de tanto estruendo y con tan vocinglera pintura.
Apenas rompía el alva las tinieblas [f. 48v] –aunque en aquel sitio jamás quedan del todo rompidas– cuando se passeava por sus portales. Passeávase bullicioso, haziendo con el gesto visajes, con las manos peregrinas acciones. Hablava con aquellos valientes postes, que muchas vezes, con ser de piedra y tan dura, pienso que los tenía cansados y rendidos su prolixa importunación. Hallávase al abrir de los escritorios, al poner de las mesas, al acomodar de los bancos; saludávasse con todos y guar- [f. 49r] dava este orden sin jamás alterarle. A los personages que allí se llaman secretarios hazía la inclinación hasta el suelo; a los papelistas algo menos. Abraçávase con los procuradores; hazíase gracioso con los alguaziles que es gente de buena carcajada y pagan con risadas de contado a todo aquello que les parece que está bien dicho, con sal y gracia. Entrávasse luego en el oficio donde le parecía que empeçaba a bullir pueblo; oía a diversos pleiteantes, a quien [f. 49v] dava consejos y arbitrios sin pedírselos, ni pagárselos. Oíanle algunos con gusto porque les parecía que su ingenio era agudo; y era assí, pero todas sus agudezas se encaminavan a que los pleitos fuessen eternos y jamás pereciessen. Entrávasse luego en la cárcel, hazía memoriales a los pressos, hablava por ellos a los juezes y relatores, dando recaudos falsos, haziéndose criado de algún gran príncipe, y esto con tanta eficacia que los dexava ofendidos y cansa- [f. 50r] dos. No recebía d’esto ninguna paga, más de aquella que le dava el gusto de manosear processos y bullir entre plumas y tinteros. De aquí caminava a palacio, donde tenía tres pleitos adquiridos y conquistados a fuerça de su dinero. Nadie puede pleitear sin gasto, y por esto huyen algunos aun de los pleitos en que tienen justicia, mas este a costa de mucho gasto –¡oh increíble delirio!– comprava ocasiones en que hazer inmenso gasto, [f. 50v] porque apenas puso fin al pleito que truxo de Sevilla cuando, por no morir como el pez fuera del agua, compró a tres diferentes personas el derecho de tres diferentes pleitos, que son los arriba referidos, bien inciertos y dudosos. Estraño y peregrino empleo, y hasta agora nunca visto, porque todos los tratantes del mundo emplean su caudal para ganar con él y ganarse, mas este tratante en litigios empleava su caudal para perderle y perderse, con que se co- [f. 51r] noció bien que este hombrecillo bullidor y tacaño no era pleiteante por necessidad, sino pleitista artificioso por su malvada naturaleza.
Solicitávalos con tan afectadas diligencias a todos tiempos, a todas horas, sin perdonar aun a los días más feriados que, con esta molestíssima importunación, trahía a todos los que intervenían en sus pleitos con aquellas angustias que padecen los navegantes visoños cuando se marean. Por esta causa apenas ponía los pies [f. 51v] en el patio grande de palacio, cuando aun aquellas fortíssimas columnas se estremecían; y si te hallaras presente, lector caríssimo, creyeras que se avía soltado algún león africano, tanto era el ruido, tanta la confusión, y algunos huían d’él por aquellas escaleras arriba y le atendían desde aquellos altíssimos corredores –no sin miedo– como quien mira a un toro. Preguntarás, y no será pregunta vana, ni ociosa, que cómo, si des- [f. 52r] seava tanto la duración de los pleitos, les dava tanta priessa con su importuna solicitud. A esto se responde que a este no le parecía que pleiteava en faltando para él mucho cansancio y no menos molestia para todos los que participavan de sus causas. Assí lo dezía él, afirmando que todo lo que no era pleitear assí no era pleito, sino ocio. Verdad es que en Sevilla siguió sus pleitos con diligencias dormidas, pero tomó otra navegación en Madrid, [f. 52v] reconociendo que era impossible –como él los quisiesse– faltarle pleitos, suyos o agenos en esta gran Corte. Agenos solicitó no pocos y seguíalos con no menos atención y diligencia que los suyos, porque este no pleiteava por vencer los pleitos, sino por bullir y trafagar con ellos. Fue el más insigne de su tiempo en la inventiva de las trampas, y es cosa admirable, raríssima y bien singular que todas cuantas hazía, miravan a la duración del pleito, no al vencimiento. Ja- [f. 53r] más fue su intento despojar a nadie, ni aun de solo un hilo, sino en pleitear y en processar a todo el linage humano; mas como se llegasse el día fatal en que se vio desierto, assí de pleitos propios como agenos, y sintiesse que por instantes se le ivan ahogando los espíritus vitales, dio en un ingeniosíssimo arbitrio para tener pleito por toda su vida y de quien se originassen tantos pleitos como días tiene el año y como el día tiene horas; y aun para entrar en este pleito lo [f. 53v] encaminó de suerte que precedieron antes d’él otros pleitos fatigadíssimos y algo escandalosos.
Determinose a casar, pero con engaño y alevosía precedente, para que esta sirviesse de fundamento a su endemoniada pleitesía. Vio una moçuela, su nombre Inés, tan moçuela que aún para cumplir los diez y seis años le faltavan algunas semanas. Era virgen titular y donzella en opinión; al fin su castidad era un argumento de solución muy dificultosa. El padre fue un sastrecillo bu- [f. 54r] llidor, grande cavallero de taça en puño, tan diestro que, cuando entrava con ella en las justas de Baco, a nadie derribava en tierra sino a sí mismo. Era tan descosido de conciencia y lengua como mal cosedor con las manos; con la lengua cortava el de vestir que con las tixeras no. Cosía con mucha floxedad los vestidos y descosía con diabólica malicia las honras. Con esto obligó a que le diessen una lición de coser bien en su propia persona, cossiéndole a puñaladas [f. 54v] tan bien[XII] cosido y tan mal que no cosió más. A lo que se dize, le cosieron con una pared que fue lo mismo que echalle un aforro de calicanto. La madre, ni aguada ni vinosa, fue persona de continuas meditaciones, mas no espirituales; toda su atención la cargava sobre lo temporal y de lo temporal no en lo más limpio, sino en lo más útil. Al fin, con sus porfiados estudios, alcançó tan escogidos discursos que nadie se los alcançava. Estos le adquirieron a su hija Inés un rico [f. 55r] dote, no en galas, ni en joyas, que estas siempre fueron modestas, tanto que ni pudieron llamarse joyas, ni galas, sino en buenas possessiones, como si dixéssemos casas con rexas y valcones tan grandes que pudieran ser aposentos en otras casas. Valcones de aquellos que, a tener sentido, se pudieran desvanecer, assí por estar en lugar tan alto, como por verse teñidos con aquel precioso color azul y resplandeciente; y aun con todo este aparato pretendía que a su hija [f. 55v] la creyéssemos virgen con toda su flor intacta y puríssima, mas ¿qué más flor que engañar con esta agostadíssima flor a tantos simplones? Pues, no era pequeña la parcialidad que lo defendía y jurava. Enriqueciolas cierta persona de gran puesto que, por particulares circunstancias, era más interessada en el secreto que ellas mismas. Con esto davan nombre de herencia a la torpe ganancia haziendo sombra a esta mentira un testamento supuesto de un hermano de [f. 56r] su abuela materna que dezían aver algunos años que passó d’este mundo, estando aún por nacer. Reverenciava a esta fábula alguna gente senzilla y llana como a verdad calificadíssima; mas no me admiro porque este fue uno de los casos que, sin ser verdaderos, parecen verissímiles. Tal era la hipocresía de la madraça socarrona que, con ser un epílogo de todos los vicios en poniéndose la máscara de la virtud, nos [f. 56v] equivocava los más nobles sentidos y hazía que las apariencias passassen por evidencias. A esta venerable anciana cudició por suegra nuestro azogado Martinillo. Fingiose gran cavallero y valiose de alguna gente echadiza y pagada que lo asseguró por verdad constante, fácil y común empressa entre los cortesanos de buena inventiva, de aquellos, hablo, que se ponen el don después de mayores de veinticinco de modo que el d’estos viene a ser un don va- [f. 57r] ronil, venerable y valiente: venerable por la barva y valiente por los criminales mostachos. Parecen estos tales dones, dones armenios por la barvona espessura; son dones puestos adrede y unos dones donados de los verdaderos dones. Muchos ay d’estos cavalleros assustados que se sirven del don en un barrio y en otro le traen valdado y valdío. Por estas razones, he llegado a creer que deve de aver un baratillo de dones de viejo porque no consiste el tenelle [f. 57v] más que en querelle tener, y yo me le huviera ya embestido, sino que me han dicho que no por esso anda un hombre más fresco en el verano, ni más caliente en el invierno. Iten más, que no es cosa que se empeña, ni se vende, y que solo sirve de añadir tres letras más al nombre y de embaraçar más papel con la firma, pero como todas estas consideraciones no le ocurriessen entonses a Martinillo y, por el contrario, juzgasse que le estava bien para su embele- [f. 58r] co, aviendo tal como oy anochecido Martinillo, tal como mañana amaneció don Martín y empeçó a texer su novela ingeniosamente.
Era la tal Inés, cuanto hermosa, ignorantíssima, que sucede, y no pocas vezes, engendrar padres muy sabios, hijos muy necios; por esta causa, pudo la elocuencia civil y tacaña de nuestro don Martinillo deslumbrar a la bellíssima Inés, con que deslumbró a aquella que era la lumbrera de la lumbre de los ojos de los más sutiles y [f. 58v] curiosos cortesanos. Hablávala de noche sin sabiduría de su madre, aumentando tinieblas a las tinieblas con su engaño porque la encantó de suerte con su canto este más ruinseñor que ruiseñor, que fiada de una palabraça de casamiento en agraz y no madura, que la dio delante de unas esclavas sobornadas y soñolientas, porque estavan bien bevidas, y que después confirmó con un cedulón jurado y perjurado, le hizo dueño de toda aquella virgini- [f. 59r] dad postiza y remendada, como aquella que nació en casa de padre que no supo otro oficio, sino remendar.
Retirosse luego el cavallero del don reciente, no por la razón que otros lo hizieran, que es el aver desfojado su desseo y satisfecho su apetito, sino porque conoció que, en aquel poco papel del cedulón que avía dexado, se encendería el fuego de un pleito solemníssimo, tal que a él le truxesse muy ocupado y solícito, y a toda la corte entretenida y admi- [f. 59v] rada. Y fue tan dichoso –si es dicha lograr un hombre su inclinación, aunque sea tal– que excedió el sucesso a la esperança porque él se prometió solo un pleito y se halló con dos, y entrambos criminales. Fue el caso que mataron a un correo la misma noche que él gozó de la bellíssima Inés, cerca de los umbrales de su puerta. Pedíanle entrambas sangres y ninguna avía vertido, ni la del correo postillón, ni la de la virgen postiza: de la del postillón [f. 60r] caminante parecieron presto los culpados y quedó absuelto de la sospecha; de la postiza virgen, bien pudiera parecer el que hizo el sacrificio sangriento si él quisiera, pero, por su autoridad, estava cerrada aun la primera noticia con mucha espessura de nieblas.
Don Martinillo, que ya avía empeçado a saborearse con aquellas contiendas criminales –porque antes todos sus pleitos avían sido civiles civilíssimos–, sintió mucho que la fama falsa, que le atribuyó aquella muerte, [f. 60v] se huviesse muerto tan por la posta que no pudo dexar de postear por ser cosa tan perteneciente a un hombre que era correo. Tuvo consultores en la cárcel que le libraron de aquella impertinentíssima congoja y le dieron un consejo para su propósito muy a propósito: aconsejáronle que si desseava pleitos fixos y permanecientes, que celebrasse luego aquel matrimonio ensuegrado, pues tantos pleitos tendría cuantos instantes passassen por las vidas d’él y de [f. 61r] su atrocíssima suegra. Aceptó luego el consejo y recibiole por arbitrio. Sacáronle de la cárcel y a la verdad para llevarle a otra mayor, pero él halló en ella lo sumo de su deleite. Entraron con él Tesífone y Alecto, y toda la tropa horrible de las infernales furias: entraron con él apadrinándole en casa de su suegra, matrona perdurable y escollo, aunque de carne más duro, más invencible que las mismas rocas. Por esta causa, le valieron poco contra ella; [f. 61v] antes le ayudaron a perderse más presto, porque como la vieja fuesse persona de gran consejo y circunspeción, aunque la misma noche del desposorio y los ocho días siguientes la dio muchas ocasiones para que se armasse alguna procelosa borrasca y se fuessen engrossando más y más las olas, ella inmutable, con la aspereza y severidad del semblante, respondía sin hazer estruendo escandaloso con la lengua. Toda su retórica era muda y cuan- [f. 62r] to más muda tanto más afectuosa. Por esto acudió a la simplona de su muger y con ella tuvo azulíssimas quistiones, no porque nada le diesse zelos, que antes se alegrava con las visiones y fantasmas; no era de los maridos assustados y ceñudos, sino de los muy corteses, comedidos y placenteros, demás de que d’estas sombras él veía muy poco o nada porque el artificio de aquella maestra siempre fue mucho, siempre muy sagaz, [f. 62v] siempre muy atento. Al fin, él reñía con su muger no más de por reñir: reñíala porque salía de casa y también la reñía porque guardava clausura; oy la reñía las muchas galas y mañana la culpava su dessaliño y desasseo. Despedía los criados y criadas sin pagarles su salario, no por no pagar, sino por pleitear con ellos; dio en tomar muchas cosas fiadas, pudiendo pagarlas luego de contado, no más de porque conocía que, no pagando como no pagava al plazo seña- [f. 63r] lado, se avía de levantar luego pleito y maraña. También les resistía las pagas a todos los oficiales mecánicos, aunque fuessen de las más comunes menudencias. Con esto hervía en pleitos y cuando todos ellos perecían, pleiteava el solicitador con él sobre la paga de sus passos.
Era este dessatinado hombrecillo pleito de pleitos, como cuento de cuentos, y como una cadena de causas criminales y civiles que las unas se eslavonavan de las otras. Al médico, al [f. 63v] cirujano y al barbero que los tenía assalariados, y al boticario, que le fiava las medicinas, jamás pagó sin que precediesse primero mandamiento de juez. No fue menos molesto a los tribunales eclesiásticos y hasta con su magestad tuvo tres pleitos y todos tres comprados, que son los que ya tenemos arriba referidos, porque aun persona tan soberana no se librasse d’este malsín ingenio, d’este processo vivo. La simplona de Inés, aunque simplona, alumbrada [f. 64r] de su madre y de algunas amigas ancianas que eran consejeras útiles, reconoció los daños que se le seguían a su quietud y a su hazienda con hombre tan perturbador de todo el linage humano y que solo avía nacido para riqueza de los abogados y procuradores, y destruición de sí mismo y de todos los suyos, y también de todos aquellos contra quien armasse los pleitos.
Entraron en consulta buscando arbitrios para salir del poder de un hombre tan peligroso. Juntose todo aquel senado [f. 64v] venerable y reverendo de tocas largas. Venerable dixe, y agora digo, digno de ser venerado siempre porque, aunque todos sus magistrados eran femeninos, las resoluciones fueron siempre muy varoniles. Ventilose el negocio y, echada bien la cuenta, hallaron que no podían expeler a don Martinillo sin pleito. Considerava –y no sin justo dolor, la venerable madraza– que le avían traído a casa con pleito, que en ella avía fabricado muchos pleitos y que sin [f. 65r] pleito no podían expelerle d’ella. Advertía que, para hazerse a sí mismas el plazer de echalle de casa, avía de ser con el pessar de poner pleito; y, por el contrario, el pessar que a él le hazían, poniéndole en la calle, le contrapessava con el plazer de andar trafagando por las audiencias. Finalmente, ni a él le podían hazer pessar que del todo lo fuesse, ni para sí se podía tomar plazer que no les viniesse muy menguado, demás de que el pleito era una maldad atro- [f. 65v] císsima –aunque dizen que algo usada– fingir –y provarlo con testigos hechizos– que avía puesto las manos en ella con tanta cólera que llegó a desnudar la espada para matalla. Tocaron con esto en lo sumo de la mentira.
Tan virgen estuviera la señora doña Inés cuando don Martinillo la gozó como estava su espada porque, aunque es verdad que él se deleitava mucho con las hojas, era en esta forma: con las de los processos siempre, con las de las espadas nunca; con ojear solo las hojas [f. 66r] de los processos se deleitava, pero de ver las hojas de las espadas desnudas temblava más que la hoja en el árbol. Al fin, la resolución fue terrible, pero executose y no le pessava al tal don Martinillo por pleitear y bullir; pero no le salió aquel regodeo de mucha dura. Fue gozo fugitivo y deleite sutilíssimo que se le dessapareció como el humo, porque el favor y el dinero que ellas tenían no escasó; abrevió la sentencia del divorcio, con que se halló en un instante sin pleito, sin muger [f. 66v] y sin suegra, que otro juzgara por tres sumas felicidades. No se desmayó con esto el más que civil don Martinillo. Inquietava la calle de su esposa y levantava pendencias de las mismas piedras que, siendo todas las de Madrid fuego, serían pendencias muy fogosas; tan de las piedras las levantava que, tropeçando una noche en una grande y descalabrándose, dixo que la avían puesto allí con malicia y dio criminal querella. Esto más fue dar que recebir la pedrada. [f. 67r] Tanta importunación aun las mismas piedras no pudieran sufrilla, que mucho que unas mugeres tiernas se cansassen. Por esto buscaron el más fácil despidiente, aunque el más atroz: encomendaron el despacho de su persona a dos oficiales de la matança, carniceros inhumanos y vertedores de humana sangre, que aviéndole espiado una tarde de aquellas tan impías cuanto ardientes de los rabiosos caniculares; rabiosos, dixe, y con propiedad, porque aquellas estre- [f. 67v] llas fritas de la Canícula son dos perros fogosíssimos y, siéndolo, no ay que admirarse ni de que ellos rabien, ni de que nos hagan rabiar con su emperrada influencia.
Una, pues, d’estas tardes, que venía de bañarse del río, le bañaron en su sangre. Con esto recibió aquel día dos baños, de su sangre el uno y del agua de Mançanares el otro: el primero, él propio se le avía tomado por su elección; el segundo, le recibió de mano agena contra su voluntad. Al fin, fue en hombros agenos llevado a su casa, que era [f. 68r] en la calle de Atocha, y al passar por los escritorios del crimen, hizo que le entrassen en uno d’ellos y, con palabras casi no pronunciadas, interrumpidas y cadentes, dio una horrible querella de su suegra y esposa, y poder a un procurador para que la siguiesse después d’él muerto. Expiró al instante y agora me admiro mucho cómo se pudo morir este hombreçuelo en medio de su mayor deleite, que era el pleitear. Con esto dexó un pleito pósthumo para que se pudiesse dezir con [f. 68v] verdad que, aun siendo cadáver, avía pleiteado y assistido en los escritorios entre escrivanos, procuradores y alguaziles. Estos son los que le ayudaron a bien morir –mirad qué padres de la Compañía de Jesús–, pero como él acabó sin sacramentos y murió mal, por esso le ayudaron a morir, porque escrivanos y alguaziles siempre ayudan a los que mal mueren y aun son causa de que mueran tan mal. Esto se ha dicho sin injuria de algunos en quien resplandecen muchas [f. 69r] virtudes y que por ellas merecían ser premiados.
La esposa y muger del violento Martinillo salieron bien de la horrible querella y aun con facilidad, porque apenas huvo quien la siguiesse, muchos que la persiguiessen sí. Este fue un milagro común de dos, parte el favor y parte el dinero que son los tutelares y patronos de aquel distrito. Mandó que le enterrassen en Santa Cruz por estar en el barrio de los pleitos y porque, ya que le huviessen de pisar, fuessen los [f. 69v] pies de los pleiteantes y los de todos aquellos que los ayudan y los pierden. Miserable y congojadíssima fue la vida d’este hombreçuelo; pues, aun antes de salir d’esta carne caduca y mortal, se anticipó el infierno, conversando con la discordia, que es uno de los más principales ministros de aquella ciudad horrible. En mi opinión, todo soldado pleitea, todo pleiteante milita; por esto pudo ser que las de los processos de los unos y las de las espadas de los otros se llamassen hojas.
[f. 70r] No fue menos que pluma imperial la que dixo que a la magestad de los príncipes convenía el estar armada con las leyes y adornada con las armas. Según esto, tanto son semejantes cuanto necessarias, pero del abuso d’ellas se originan todas las calamidades de la república: más guerras han vencido los ardides y estratajemas que la fuerça y el valor. Y a este exemplo la cautela y la solicitud han triunfado de más pleitos que la razón y la justicia. Mas, ¿qué digo? En grande cumbre [f. 70v] hemos puesto a los pleiteantes, haziéndolos compañeros de la gente más ilustre del mundo que es la militar. Acomodémoslos entre la canalla más perdida y dessalmada del siglo; con esto avremos hecho justicia, pues siempre importunan por ella, aunque no todas vezes la dessean. Digo, pues, que son los pleiteantes como los taúres, porque de la suerte que la hazienda de aquellos se queda entre los gariteros y los mirones, assí la de estos en las manos de los [f. 71r] abogados y solicitadores. Abogados dixe; assí se llaman estos causídicos que se desvanecen con dezir que tienen el mismo oficio en la tierra que los santos en el cielo. Y pudieran considerar la diferencia porque los santos no venden su patrocinio y ellos el suyo sí, y tan costoso que hazen mayorazgos deshaziendo mayorazgos; pues, con aquello que consumen en sus pleitos los mayorazgos antiguos, fundan ellos otros mayorazgos modernos. Con la [f. 71v] variedad de autores y de opiniones han hecho la justicia equívoca y dudosa. Y es muy de notar que, con tener el derecho ficiones, están mal con los ingenios poéticos, siendo en esta parte hermanos en armas. Las buenas ficciones poéticas, que han de ser verisímiles y benemoratas, enseñan con sumo deleite a las repúblicas mucha doctrina moral y política con que se conservan. De las suyas no hago juizio, hable el pueblo y clamen las experiencias. Parecer es de mu- [f. 72r] chos ingenios prudentes que, entre los que somos christianos y fieles católicos, avía de aver unos juezes árbitros que compusiessen todos nuestros litigios y diferencias, porque es cosa de mucho dolor el ver que la mayor parte de las personas que assisten en las cortes de los grandes príncipes se ocupan o en pleitear por sí o en nombre de otros. En la de nuestro poderosíssimo y no menos católico monarca, sirve de gran consuelo el ver que todos sus tribunales están ocupados de varones [f. 72v] claríssimos por la sangre y por el ingenio, y que de la virtud y letras han tocado a lo más alto, a lo más sublime. Son tales personas muchas vezes concedidas liberalmente del cielo, no buscadas, ni halladas por la solicitud de los príncipes que en ellas han dado a las repúblicas mucho más de lo que pensaron, ni conocieron. Al fin, son los tales unos tutelares y patronos del bien público que ni consienten vicialle ni escurecelle. Muévese el cielo de su govierno so- [f. 73r] bre estos dos polos, justicia y piedad.
Con esta última reconocen que la potestad que se les ha dado sobre todos se ha de eslavonar con el tener amor a todos. Deven, pues, dar continuas gracias al cielo los que nacieron y viven debaxo de tal dominio que en los casos de justicia se les administra tan fielmente igual, que aun se reparte muy igual entre aquellos que, por su calidad, son desiguales. Mas dexando todas estas consideraciones, una vida pacífica y [f. 73v] quieta es lo sumo de la bienaventurança humana y mortal. Al fin, es retrato de aquella eterna y divina que nada la sobressalta, ni turba. Hagamos, pues, obras por donde la merezcamos, exercitándonos en virtudes tan eminentes que, para nosotros, sean mérito y, para nuestros próximos, exemplo.
Con grande silencio pagué a la narración de la vida d’este moledor pleiteante y quedara con algunas dudas y escrúpulos de su verdad, si la experiencia no me huviera facilitado [f. 74r] el passo con el trato de otros monstruos no menos peregrinos. Bien quisiera yo dilatarme por el campo del discurso, mas halláronme los ojos nuevo entretenimiento en el retrato sucessivo, cuya inscripción decía: ‘Mala lengua’, ‘Malos pies’ y ‘Malas manos’. Hize tan estraño concepto de tan peregrinos atributos que, detiniéndome poco en los rasgos del valiente pincel, caminé a las letras que formó la pluma y hallé que se dilatavan[XIII] con estas razones:
[f. 74v] Vida de un hombre que fue sobra y trasto de la república, a quien ella dio el escandaloso nombre
de ‘Mala lengua’, ‘Malos pies’ y
‘Malas manos’.
Su patria fue Valencia, madre de santos ya mártires, ya confessores; madre de valentíssimos capitanes; madre de varones insignes por la erudición y por el ingenio; y porque las damas no acusen por descortés a mi pluma, también madre de singulares hermosuras, siempre [f. 75r] honestas, siempre sabias, porque entre las mugeres aquellas solamente se pueden llamar sabias que son honestas. Passemos d’esta hermosura racional y discursiva a la no menos elegante, sino tan animada, de sus campos floridíssimos: tales son que por ellos no se passea la primavera con limitadas horas, ni está reduzida a particulares meses; antes su perseverante belleza nos obliga a pensar o que todo el año es un dilatado abril o que, si se divide en meses, [f. 75v] tantos como meses tiene abriles. Al fin, el año valenciano es un abril doce vezes repetido; y aun dixe poco porque, si allí los años se suceden los unos a los otros con igual belleza, la vida d’este felicíssimo abril no se ha de contar por años, sino por siglos, y aun se podrá sospechar y creer de igual duración con el tiempo.
No he conseguido el averiguar quién fueron los padres del assunto de nuestra narración; y si hemos de acudir a buscarlos en sus obras, porque cada uno es hijo de las suyas, [f. 76r] hallo que ninguno de los mortales los ha tenido más viles, ni más infames. Tal fue este tal que quiso adquirir con arte un don que es liberalidad magnífica de la naturaleza sabia. Este, este vendió la mercaduría que jamás tuvo; este hizo oficio la conversación; este, las sales que siempre son tan ingenuas como ingeniosas, pretendió que siempre fuessen mecánicas y vendibles; finalmente, este, este fue de aquellos que se llaman locos por honestar el infame título bu- [f. 76v] fonesco y no son sino unos filósofos tacaños, tan poltrones como viles, y tan viles como bien afortunados, pues comen de dezir pesadumbres y libertades a los mismos que los sustentan, siendo suma –bien que civil felicidad– poder cumplir un hombre en cada casa todos los antojos del vientre y de la lengua sin riesgo, porque le sirve de protección su infamia.
Nuestro Luquillas, siendo un mes de diziembre humano y una sierra nevada con facciones, acometió en [f. 77r] hábito de estudiante capigorrón a la ilustríssima escuela que baña el Tormes; acometiola con ignorante ossadía, pues fue a llevar frialdades –y en tiempo del invierno,[XIV] porque este es en el que se cursa– a una de las tierras más frías de la Europa. Tan frío era el pícaro que, con ser por julio cuando esto escrivo, me obliga su memoria a tiritar de frío y a dar algunas tenazadas con los dientes. Sírvame de alguna disculpa, si acaso discurriere con alguna frial- [f. 77v] dad, ser el sujeto granizo, ser el assunto carámbano. Aquellos, pues, subtilíssimos ingenios le conocieron luego, y como son tan pessados de manos cuanto de ingenio sutiles, con ellos le dixeron las gracias y donaires que él intentava dezirles y no sabía, y con ellas le cargaron de muchas desgracias. Admirose de ver que huviesse tantos buenos jugadores de manos en una ciudad –aunque muy principal– no muy populosa, barberos tan singulares como liberales, [f. 78r] porque con grande velocidad sangravan de las narizes y de las muelas. Reconoció el peligro que corría su dentadura en aquella tierra porque, demás de la frialdad de su temple, se hallava a cada buelta de esquina confirmado conde de Puño en rostro y algunas vezes era esta confirmación muy dura porque, no todas, venía aquella borrasca sin alguna piedra. Advertid que nos da este pícaro mucho que considerar: si él era el mismo [f. 78v] granizo, ¿por qué huye de la piedra, supuesto que la piedra y granizo en todas las tempestades son compañeros? Confiesso que no lo entiendo; solo sé que él se dio mucha priessa a bolver las espaldas que, siendo esta acción tan propia de los ruines, no tuvo necessidad de hazerse alguna violencia. Bolver el dinero o las prendas que le prestaron jamás supo, mas bolver las espaldas y también malas respuestas, ninguno supo mejor que él. La primera acción d’estas es de co- [f. 79r] bardes; y la segunda de insolentes: la insolencia y la cobardía son hermanas de padre y madre, y todas cabían en su pecho infame y aun les sobrava aposento.
Al fin, él se trasladó a la imperial villa de Madrid, patria común y madre universal de los estrangeros, madrastra de sus propios hijos, de aquellos únicos ingenios hablo, que mientras más clara y resplandeciente la hazen en el orbe con sus estudios tanto más parece que procura escurecellos y escu- [f. 79v] recerse. Mas dexemos estas quexas a otra pluma más fecunda, más erudita y más anciana, para que assí todo cuanto en ella tuvieren más de autoridad tanto más se justifiquen. Trasladose, pues, el tal Luquillas a ella sin mudar ninguno de sus malos hábitos, ni el de capigorrón ni el de malas costumbres: el primero, porque al principio no pudo; el segundo, porque jamás quiso. Buelvo a dezir que no quiso, porque antes estuvo tan lexos de querer desnudarlo que cada día se le [f. 80r] fue vistiendo más suzio y más manchado porque, considerando que era impossible que le correspondiesse en Madrid graciosa la fortuna en el oficio de gracioso, no teniendo gracias naturales, quiso hazer gracia de la mayor de las desgracias, que es la vilísima murmuración, entreteniendo con ella a unos potentíssimos necios que le acariciavan con aplauso vulgar y bárvaro aquel venenoso estilo, aquel torpíssimo lenguaje. Parece impossible caso que a [f. 80v] oídos nobles no les suene con estruendo horrible la murmuración de la virtud agena; y es tan al contrario que suele ser este un entretenimiento portátil de los magnates a todas horas continuado y en ninguna aborrecido.
Compravan, pues, algunos d’estos de nuestro Luquillas con aplauso y con dinero la injuria de sus amigos y deudos; y estos deudos y amigos bien poco después también compravan del propio mercader la injuria de ellos con dinero y con aplauso, [f. 81r] porque era tal la astucia d’este alevoso pícaro que, mientras oy entretenía a Juan con la murmuración de Pedro, oía y mirava atentamente al mismo Juan para llevar con sus palabras y acciones que murmurar mañana con el propio Pedro.
Por este camino era este el más feliz mercader de la tierra, pues en todas partes le davan dinero y mercaduría sin poner él más caudal que los passos y diligencia, negociando con daño universal de todo el linage humano y so- [f. 81v] lo con único beneficio suyo. Al fin, este hizo de su lengua navaja cortadora, y tanto que las lenguas de los demás cortesanos no le llamavan otro nombre sino el de ‘Mala lengua’. De aquí se siguió que, enfadados algunos cuerdos, le hizieron beneficiado de mexillas con otras navajas, abriéndole con esto más bocas que le ayudassen a dar más apriessa chirlos en las honras y famas agenas, pero él eligió otro consejo porque, por el mismo caso que le abrieron tan- [f. 82r] tas, fue como si se las tapiaran todas. Reconoció que esto de traer costurones en el rostro es una gala muy costosa y que dura más tiempo de lo que quiere la voluntad de su dueño. Con esto se enmendó d’este vicio, pero no de ser vicioso; y, como quien muda casa y varrio, se passó de una culpa a otra culpa, y de un crimen a otro crimen, quedándose siempre él miserable ciudadano infeliz de la infernal Babilonia.
Tenía mucho conocimiento y trato con [f. 82v] toda mugercilla apestada de la sensualidad, de aquellas que hazen su belleça y su fama infame, torpe y vendible, de aquellas que son escandaloso naufragio de la juventud florida y noble que habita en las grandes cortes. Pareciole que era bueno ser estafeta amorosa andando en continuo movimiento de las casas de las rameras libres a las de los moçuelos ignorantes y ricos. ¿No advertís cómo este cada día se va haziendo mayor ministro del demonio por- [f. 83r] que antes pecava con la lengua sola, y agora con la lengua y con los pies? Con ella agora persuade culpas y con ellos busca muchas vezes al día a los que quiere persuadírselas. Pocos tiempos avrá pocos que vimos ser su lengua venenosa fiscal de los ánimos más inocentes y cándidos, y agora la misma traidora lengua es orador infame en alabança de la luxuria inmunda y torpe. Entonces maliciosa acusava culpas que no avía; y agora, maliciosa más, per- [f. 83v] suade culpas que pretende que aya. Y es de considerar que, con ser las más de las culpas, que él entonces acusava, fabulosas y fantásticas, no eran tan grandes como las que agora efectivamente pretende que se cometan: entonces su lengua era artífice de maldades inventadas y fingidas; y agora con ella propia persuade maldades que exceden la más ingeniosa y más perversa inventiva. Mas ciérresse aquí esta digressión, aunque justa, y bolvamos a la narración, aun- [f. 84r] que tan pessada y molesta.
Cobró alas esta maldad porque a los principios no halló resistencia –assí sucede en todos los vicios–. Hizo su exordio por las mugeres más comunes y atreviose luego a las de más honesto y recatado decoro. Afectava tanto las diligencias, acechando esquinas, atalayando ventanas, asustando a las criadas y congojando a las señoras, siendo su sombra en todos los lugares, sin perdonar a los más sagrados, ni a los más ocultos, dando a entender [f. 84v] que conocía a quien jamás conoció, que ya vino a ser más perjudicial por esta solicitud importuna que antes por su locuacidad injuriosa, passándose el aborrecimiento que antes tuvieron a su lengua, a sus pies; ella muy mala y ellos mucho peores. Con esto le agregaron al título de ‘Mala lengua’ el de ‘Malos pies’, que se dava mucha priessa a crecer en estas infames hazañas: dezían que hablava más con ellos que con ella, tanta era la nota que causava su continua [f. 85r] assistencia en algunas partes. Y mi opinión es que siempre habló, más que con ella, con ellos, porque su lengua fue siempre tan suzia que más parecía procedido de los pies, y de pies muy suzios, que no de la lengua, aunque la tal lengua no fuesse muy limpia. Algunos afirman que fue tan fecundo hablador que hizo, de todos sus miembros, lenguas por donde pudiesse derramarse su venenosa y apestada verbosidad. Tan verdad es esto que con cualquier vissaje o [f. 85v] acción pretendía explicarse casi tan bien como con la lengua y lo conseguía.
Sus manos eran tordos, sus pies picaças, sus ojos papagayos y su lengua un epílogo de toda esta atroz y malvada elocuencia. El hablar con las manos no trae nada de novedad para ningún estado de hombres, mas el hablar con los pies, yo pensé que solo les estava permitido a las bestias; y no lo contradize la malicia de nuestro Luquillas porque, si toda bestia es maliciosa, él era lo sumo de la bes- [f. 86r] tialidad y de la malicia. Según esto, jamás hablava con instrumentos más propios suyos que cuando hablava con los pies. Algo podíamos traer en favor de esta pedestre elegancia porque, si los de los versos se llaman pies, ¿cuál estilo más canoro, cuál más crespo y florido que el poético? Aquellas doctas vírgenes del Parnaso, aquellas dulces deidades, sagrada generación de Apolo, haziendo lenguas d’estos pies eruditos, se explican con ellos por la [f. 86v] lengua y por la pluma, mas semejantes pies se reduzen a número y medida; al contrario les sucedía a los de nuestro Luquillas, porque aunque reconocían número, medida no, porque siempre son disformes pies los de las grandes bestias. De la muerte dize Oracio que con esta lengua igualmente llama a los más ricos y a los más pobres; y si es estilo de la muerte imperiosa hazer lengua de los pies, también por esta razón le perteneció a nuestro Luquillas con [f. 87r] justíssimo derecho y en más eminente grado, porque él fue muerte universal de las honras y famas de muchas matronas castas, de muchas vírgenes inocentes, vida tanto más noble entre los buenos cuanto es más estimada entre ellos la honra que la vida. Valiole esta infame contratación el vestir ricos vestidos, el comer preciosos bocados, mas no le salió todo igualmente dulze, porque si la vara de los mercaderes medía los terciopelos y gorgoranes con prove- [f. 87v] cho y gusto suyo, el garrote de algunos, que se davan por ofendidos, le medía las costillas con tanto daño suyo como dolor, y algunas vezes era más el dolor que el daño. Si comía las tortadas dulzes en las casas de algunos señores, en otras que eran menos bien acondicionadas le davan mucho calabaçate de pared y le avrían otra boca en el colodrillo para que lo comiesse por ella. Cuando estuvo en su patria Valencia, se quexava del turrón de Alicante diziendo que era muy duro, [f. 88r] pero como le llevasse una vez su inquietud a Alcalá a ver los toros que se corren por la fiesta de S. Diego, y los estudiantes siempre ingeniosos de aquella nobilíssima escuela, en remuneración de que quiso allí exercer su mal oficio, le diessen a comer un gentil mendrugo de turrón de Torote, confessó luego en altíssimos gritos que era mucho más duro que el de Alicante. Escupió allí de contado un par de dientes; y no me admiro, que el comer de ordinario mucho dulze suele causar [f. 88v] a la dentadura gravíssimos daños. D’esta suerte le repartía la fortuna los gustos y los pessares, vistiéndole el gusto de mezcla, mas assí lo haze con todos: su condición es de ramera, con nadie fue leal, con nadie constante, con nadie firme.
Deleitávase mucho nuestro Luquillas de ocupar el estrivo del coche de algún magnate y desde allí iba vosseando con ossadíssima insolencia a todo lo más generoso, a todo lo más ilustre de la nobleza d’estos reinos. Llegó a no- [f. 89r] ticia de los señores magistrados del crimen d’esta Corte el escandaloso y perjudicial estilo d’este pícaro, tan sumamente pícaro, y parecioles que corría por cuenta de sus conciencias el enmendar la suya, pero pedía este negocio más ardid que ruido, más maña que estruendo, porque si llegava a noticia de los poderosos que le hazían espaldas, no hallarían sus mercedes las del pícaro tan a la mano como era menester para sacudirle en ellas.
Por esto encomenda- [f. 89v] ron el escrivir su causa a una pluma muy callada, tanto que apenas la sintió el mismo papel donde formava los caracteres: como ella no chistó, no pudo dar en el chiste el processado, y fue mucho proceder con tanto silencio porque las inumerables y extraordinarias culpas que se le averiguaron, obligavan a romper el aire con altíssimas exclamaciones. ¡Oh cuántas vezes el escrivano limpió la pluma! ¡Oh cuántas! No de la espessura de la tinta, sino de la suciedad de los vicios [f. 90r] que con ella iva provando. Provando, ¿dixe?; parece pulla. Tan asquerosas eran las costumbres de aquel dessalmado pícaro; apenas estuvo bien averiguado tanto número de escandalosos y singulares delitos, cuando una noche, después de las doze, le sacó de la cama uno de los señores alcaldes y le dio possada en la cárcel en una pieça fresca por ser bóveda, pero con una compañía de hombres tan traviessos que le espantaron el sueño. Eran muchos y todos le hazían cocos, [f. 90v] ya por causalle miedo, ya por ser tan propio el cocar de las monas. Sacole el aurora d’esta molestia para ser sacado a otra mayor. Fue el caso que los señores juezes, previniendo las intercessiones, madrugaron una hora antes de lo ordinario y le libraron –¡Dios nos libre!– dos centurias de doblones. De doblones, dixe, porque la suela con que se los dieron estava doblada, no porque se doblava. Causó admiración esta librança por ser una misma persona quien la recibía [f. 91r] y quien la pagava, porque, en otras, ni el que la paga la recibe, ni el que la recibe la paga. Eran los doblones muy encendidos como algunos que suele aver de color açafranado; y porque no pudiesse negar averlos recebido, no se contentaron con menos testigos que todo el pueblo. Restituyéronle a la cárcel, assegurándole que desde ella avía de ir por lo menos, ya que no al mar de Galilea, a ver a Galilea en cualquier mar. Dezíanle que de aquellos dos hermanos [f. 91v] fundadores de Roma, Rómulo y Remo, era forçoso conversase cuatro años continuos con el Remo, no con el Rómulo, y que le asseguravan que alguno avía comunicado con el Rómulo, que fuera mucho más justo que el tiempo que gastó con él lo gastara con el Remo. Todo esto era animarle al passeo de los campos azules y vidriosos, mas él, que no era inclinado a ir a dar de garrotaços al dios Neptuno, y mucho menos con aquella capitulación tan fuerte con [f. 92r] que van otros, que es recebir en açotes ellos todo aquello que se descuidaren de darle a él en garrotazos, se determinó a buscar padrinos, y padrinos tales que por lo menos se le comutasse esta penitencia en otra más tolerable. Hallolos tan buenos que los cuatro años galileos se los hizieron convertir en una expulsión del reino castellano y leonés. Salió d’él y no rico, aunque pudiera, porque las rameras cortesanas [f. 92v] entre quien avía enriquecido le consumieron. Tales son estas harpías, bien semejantes en sus fueros a la muerte: a ninguno perdonan, a todos los desnudan. Salió, al fin, del reino, donde se dexó el dinero que en él avía grangeado por tan malos medios, pero no a sus vicios, antes –¡oh gran dolor!– se fue precipitando más cada día de una en otra mayor maldad, porque los vicios andan en cuadrilla y se llaman los unos a los otros, como los salteadores, para destruir [a] los [f. 93r] que somos en este mundo passageros.
A poco tiempo sacudió el yugo de la obediencia y se bolvió a entrar en el Andaluzía. Fuesse a Córdova –mala elección– por ser en aquella ciudad todos ingeniosos y entendidos: lo gracioso, pareció frío, con ser el temple de aquella tierna calurosíssimo; por lo maldiciente tampoco fue admitido por aver allá excelentíssimos artífices, y assí le miraron con desprecio. Pues, atreverse a las tercerías de Amor ni aun le passó por [f. 93v] el pensamiento, porque en aquella nobilíssima república los hombres viven muy atentos y advertidos en orden al decoro y honestidad de las mugeres. Con esto se vio suspenso de todos sus oficios y assí buscó otro, no menos infame y más peligroso. Quiso seguir la diciplina de Caco, de que halló en aquella ciudad insignes maestros. Disciplina, dixe, y ¡qué bien!; pues, no ay gente más disciplinada que los discípulos d’esta disciplina, y más el que ya entrava [f. 94r] en ella bien disciplinado. Hízose presto varón tan erudito, tanto que no entrava en casa alguna donde con grande sutileza y simulación no clavasse bien las uñas, sacando en ellas alguna pressea importante. Conociéronle presto y bolvió las espaldas a la ciudad por no bolverlas segunda vez al verdugo, que ya que avía sido ginete de albarda en Madrid, no lo qu[i]so ser en Córdova, por estar allí lo sumo del primor de la bridona francesa y de [f. 94v] la ginetada morisca. Con estas nuevas proeças se aumentó el renombre de ‘Malas manos’, y en este vive aún oy su memoria infame en aquella fertilíssima tierra.
Retirose a una venta, que estos son los oratorios que tienen en el campo semejantes ermitaños: allí, pues, aviendo hecho su confidente al ventero y reveládole por su mal que llevava algunos compañeros brillantes en el pecho, parte en dinero y parte en joyas, le puso espías en el camino que, por [f. 95r] roballe lo que avía robado, le mataron. ¡Oh gran Dios, cuántos son los ministros de tu soberana justicia! Los mismos ladrones de quien se ampara este ladrón son los que castigan su pecado, y donde él buscava patrocinio halló su mayor perdición y la última. ¡Oh miserable hombreçuelo, afectaste vivir toda tu vida con título de gracioso y, sin averlo conseguido, hallaste el fin d’ella en tan horrible desgracia! Si consideramos los infelices passos de este perdido, [f. 95v] hallaremos que de todas cuantas cosas pretendió hazer oficio usual y corriente, fueron crímines y delitos. La primera tienda que puso fue la de la vil murmuración, que le adquirió el título de ‘Mala lengua’. En la segunda, vendió a los sensuales y torpes los penosos delites de la luxuria y, por aver sido a costa de sus passos, le llamaron ‘Malos pies’. En la tercera, vendía las cosas agenas que robava como si fueran propias y por esto le acomodaron el renombre de ‘Ma- [f. 96r] las manos’. Mas ¿cuándo dexó él de vender las cosas agenas? Pregunto: ¿en la murmuración no vendía la honra agena? Pregunto más: lo que vendía cuando era alcahuete, ¿era ageno o propio? Prosigo en preguntar: en lo que vendía a los unos, robado de los otros, ¿qué propiedad tenía? Mas tan inclinado fue a vender que no se perdonó a sí mismo, pues puso en venta a su propia salud. ¡Oh suma infamia!
Cuentan personas dignas de crédito y veneración que, hallándose este [f. 96v] pícaro con salud firme y segura, y no teniendo dineros tan a la mano como sus vicios se los pedían, por no mayor precio que el de dozientos reales, se hazía mártir de Satanás y dexava executar en su cuerpo todo aquello que padece un hombre que está enfermo de un tabardillo muy violento. Tendíase en la cama, rompíanle las venas de los braços que, por sola esta culpa, eran dignos de remar perpetuamente; sajávanle las espaldas, y aquí no le culpo tanto, [f. 97r] porque devía de ser ensayo para cuando se las sajasse el verdugo; enjuagávanle las tripas con uno y otro clister muy repetidos; entrapajávanle el rostro, ungíanle el cuerpo; y últimamente, después de muy bien jaropado, le davan una amarg[u]íssima purga y, por mucho que purgava y purgó en diferentes ocasiones, siempre se le quedaron en el cuerpo todos sus malos humores. Admirávanse muchos de que, curándose este la enfermedad que no tenía, no enfermasse; y en- [f. 97v] tendíanlo mal, porque hombre de tan injustas costumbres no podía dexar de tener los humores injustos. Su semblante devía de ser hipócrita, pues mentía en lo exterior la salud que en lo interior no gozava; mas él estava tan lexos de curarse por curarse que antes por aquel medio prevalecía en él más la enfermedad de sus vicios. En la misma cura enfermava más, pues cada vez que se ponía en ella, aumentava nueva maldad a sus maldades. Siendo esto assí, no hay de qué admi- [f. 98r] rarnos que a una vida tan infame y violenta se le siguiesse una muerte tan violenta e infame. Razón será que nos recojamos dentro de nosotros mismos y que nos examinemos con toda severidad, si en algo somos escandalosos, con daño del exemplo público y de la doctrina universal del pueblo. Infinito es el número de aquellos que, aunque somos pecadores para con Dios, no somos infames para con los hombres; pero este, siendo para con Dios pecador [f. 98v] gravíssimo, fue para con los hombres lo sumo de la infamia. Passeose de uno en otro vicio como si fueran ameníssimas selvas, y tropeçando cada día con el dessengaño, no le quiso conocer hasta que estuvo de la otra parte de la vida, donde el que acá le pudiera ser eficaz y utilíssimo remedio, allá le servía de perpetua y molestíssima pena. No permita el cielo que tan miserable desdicha –¡oh fieles!– nos suceda; y pues aún estamos en tiempo de sem-
b[r]a[r] y coger, démonos [f. 99r] tanta priessa que, aunque ayamos llegado a la labor después del mediodía, se igualen nuestras diligentíssimas tareas con las de aquellos que las empeçaron aun antes de la primera risueña y apacible luz del alva.
Grande llaga rompió en mi ánimo la narración de una vida tan inquieta, tan infame y al fin para la conciencia tan poco segura; mas templome el dolor e hízome algo dulze la herida el poner los ojos en otro retrato, cuya inteligen- [f. 99v] cia se me vendió al precio de una prolixa contemplación y de un discurso porfiado y penoso, y aun no dessaté su dificultad, antes bien pensando que quitava nudos, los aumentava, porque de un cuerpo salía inmensa multitud de rostros y todos tan diferentes que en nada el uno con el otro tenía correspondencia, cuya variedad me deleitara mucho, si su interpretación no me cansara mucho más. Levanté los ojos a la inscripción ingeniosa y hallé que [f. 100r] dezía: El ‘Camaleón cortesano’. Acudí luego con una admiración muy alegre a darme una palmada en la frente, acción tan natural como vulgaríssima, mas no por esso, si es buena, reprehensible; pues no es pequeño número el de aquellas cosas a quien su misma excelencia ha vulgarizado. Caminé luego con toda diligencia al epítome e hízome novedad el ser más breve que los passados. Este fue su discurso; assí dezía:
[f. 100v] Vida del ‘Camaleón cortesano’.
Pide a los que gustaren de leerla
mucha atención y, más[XV] que
atención, rezelo y recato.
Este que miras tan multiplicado de rostros y tan varios, sutilíssimo lector, tuvo aun mayor número de coraçones que de semblantes con más distinta y más peregrina variedad. ¡Oh cielos, no permitáis que se inficione con el contagio de la peste de sus horribles costumbres ninguna hu- [f. 101r] mana imitación! ¡Oh no lo permitáis; no, no, piadosíssimos cielos!
Su nombre fue Federico, su patria y sus padres hemos ignorado porque, como d’él huviéssemos de recebir esta noticia en su boca, nada huvo constante, siempre fue todo diverso y nunca uno mismo. Siguió la fortuna de varios príncipes que le estimaron porque no le conocieron o fue al contrario que, porque le conocieron, le estimaron, porque como las más vezes hazen árbi- [f. 101v] tro de sus elecciones su capricho, las más vezes yerran. Con cada uno de estos se acomodó de diferente patria, abuelos y padres, escogiendo de aquellos que a él le venían más a propósito, con que vino a estar –para con la opinión de los hombres– a su elección su descendencia, siendo él el primero –no sé si el último– a quien tal le ha sucedido. Ningún mortal vivió tan ageno de sí propio, ni tan dueño de sí mismo, porque nunca tuvo más voluntad que la [f. 102r] del poderoso que le admitía a su amistad, a quien servía de retrato y sombra, de modo que, teniendo él tantas voluntades como las de todos aquellos de quien esperava recebir alguna utilidad o interés, parecía –o assí lo dava él a entender– que nunca más hazía su voluntad que cuando hazía las voluntades agenas. Según esto, más vezes executó este su voluntad en un día solo que otros en todo el discurso de una vida, aunque fuesse muy larga y [f. 102v] muy dichosa porque, aviéndose reduzido a hazer su voluntad en la voluntad agena, todos los instantes hallaría ocasiones en que cumplir su voluntad. Si acaso, estando él alegre, veía el semblante de su protector triste, luego el suyo se vestía de sombras y ceño, afectando tanto el excedelle en la significación de su dolor que no parecía que le imitava la tristeza, sino que se la competía y emulava, con que se venía a creer que el principal en aquella pena sentía co- [f. 103r] mo segundo y como compañero, y que el compañero y segundo sentía como principal. Cuanto veía en su príncipe, tanto usurpava: su traxe, sus acciones, el tono de la voz y hasta el bostezar y el escupir; mas todo lo dicho es poco, pues aun en las necessidades naturales se le quería hazer semejante, porque cuando el otro tenía sed, él también la tenía, beviendo el mismo número de vezes y la propia cantidad sin exceder ni menguar una sola gota. Y no es [f. 103v] este el mayor excesso que deve celebrar nuestra admiración. Oídme y prevenidme crédito. Acompañávale en todas sus enfermedades, no assistiendo a curárselas, sino padeciendo las mismas, siendo tan unas mismas que discurrían por los propios términos, ajustándose el principio, el medio y el fin de ellas, a ser uno solo en entrambos. Con qué arte se conseguía esto, no lo entiendo; solo puedo afirmar que aquella maldad terrible, tan per- [f. 104r] jura cuanto supersticiosa –aquella, digo, que no me atreviera yo a sospechalla en un sangriento y homicida salteador sin escrúpulo–, se me haze muy creíble y muy fácil en el ánimo de un hombre desenfrenadamente ambicioso. No penséis que yo he sido único en esta opinión, que muchos hombres de gran seso la defendieron y ampararon; mas bolvamos al texto.
Lo mismo le sucedía en las virtudes o vicios del ánimo: con los luxuriosos fue torpíssimo; [f. 104v] con los juradores, blasfemo; con los jugadores, gran tahúr y mayor fullero. Por el contrario, en compañía de aquellos que abraçaban las virtudes opuestas a estos vicios fue eminente hipócrita de tan ilustres virtudes. Con este arte era un Argel de los más poderosos cortesanos a quien tenía como a sus esclavos y cautivos pressos en las mazmorras escuras de tanto artificio aleve y de tanta alevosía artificiosa. Esta reconocida y penetrada de la aten- [f. 105r] ta circunspección de los cortesanos prudentes le dio el título –no pienso que fue impropio– del ‘Camaleón cortesano’. Acumuló gran suma de riquezas y todos se las dieron sin pedillas, porque como él se transformasse tanto en todos que cada uno dezía «este no es otro diferente de mí, sino un repetido yo», creían que, en hazerle bien a él, se hazían bien a sí mismos, de modo que lo mismo que le ofrecían, juzgaron que se quedava en ellos y que no era más que pas- [f. 105v] sar el dinero de una faltriquera[XVI] a otra, permaneciendo siempre en su misma persona, siendo un sujeto solo el que lo dava y el que lo recebía. Con estas transformaciones se hizo tan caricioso con todos que hasta la muerte quiso que se transformasse en ella, y con ser una cosa que la concedía a todos facilíssimamente, a ella se la pretendió negar. Mas la muerte proveyó el auto de «execútese luego», con lo cual, aviendo anochecido lunes [f. 106r] en la noche con toda su persona entera de Federico, el martes siguiente amaneció transformado en cadáver, que fue la última transformación y la más terrible.
Murió tan apriessa que quien menos supo que se moría fue él propio, con que se halló muerto de valde sin que le condenassen en costas médicos, barberos y boticarios. En orden al cuerpo, bien pudiera ser esta infelicidad felicidad, que assí lo sintieron algunos gentiles, como aquellos que eran [f. 106v] impíos, infieles y bárbaros; pero en orden al gozo eterno del alma, los que lo miramos con la verdadera luz de aquel gran sol de las verdades católicas, reconocemos que es esta la mayor de las humanas miserias y principalmente en aquellos cuya vida fue toda culpas y errores, y que se presume que no pudieron llevar para con Dios bien ajustadas sus cuentas. Mucho quisiera discurrir sobre lo horrible d’esta vida y d’esta muerte, pero ingenuamente confiesso que [f. 107r] su mismo horror de todo punto me ha quitado el discurso.
Apenas puse fin a la lección molesta de tan espantosa historia, cuando sentí cubrírseme el coraçón y los ojos de nieblas y sombras: en él todo fue miedo, en ellos todo fue [l]ágrimas, mas enjugómelas –aunque algo tarde– el passar la vista al successivo retrato. Su inscripción dezía: El ‘Tramoyero ridículo’. Caminé veloz en busca d’este assunto festivo y tramoyero, y hallé que el corriente, elegante y sonoro [f. 107v] de su discurso se explayava en estos tan risueños cuanto floridíssimos periodos.
Del assunto que se nos presenta, oh apacible y modesto lector, su nombre fue Enrique; Toledo fue su patria, aquella gran princesa de las ciudades del orbe. Aquella, digo, a quien sirven de harcheros y soldados de guarda inmutables tantos inacessibles, tantos robustos y descollados montes, cuyas eminentíssimas cumbres son alcáçares fortíssimos de las siempre luzientes [f. 108r] estrellas, y cuyas faldas amenas y venustas son corte floridíssima, elegante y amena de las sagradas y canoras hijas de aquel gran padre de los ríos, el Tajo. Aquel Cresso cristalino, aquel Midas sonoro, tan opulento, tan rico que sus aguas son plata corriente y fugitiva, y sus arenas granos de oro luziente y puríssimo; pero, por otras causas, es rico mucho más. Estas son la ingeniosíssima belleza de sus damas y la bellíssima ingeniossidad de tanto varón [f. 108v] erudito. Ellas igualmente yeren con el pico y con los ojos, tanto son agudas, tanto hermosas; ellos, escriviendo y hablando, siempre son maestros, tanto son doctos, tanto elegantes. Bastante comprovación es d’esta verdad –aquel que, siendo en nombre Joseph, cantó la milagrosa vida y muerte de aquel esposo virgen de la mejor Virgen y esposa de quien él recibió el nombre– el Maestro Joseph de Valdivielso, grande por su ingenio, grande por sus letras, grande por su mo- [f. 109r] destia.[XVII] Mas digamos algo de nuestro Enrique, sin palabras lerdas, vagamundas y araganas; sean todas significativas, hablen a propósito y viva la lengua castellana.
Comía Enrique mucha hazienda poltrona –heredada, quise dezir–, mas no la comía poltronamente, porque las vascas y angustias de su ingenio tramoyero y fantástico, bolatín perpetuo y cossario continuo de la esfera del aire, le adelgazavan el semblante y los discursos, con que andava tan sutil de rostro [f. 109v] como de pensamientos. Mas todo era inútil y vazío cuanto pensava, verificándose en él, más que en otro alguno de los mortales, aquel verso latino que dixo: «O curas hominum, etc.».
Era ambiciosíssimo, y todo el trofeo y aparato de su ambición frenética se le encargava a la singularidad, a aquella que es tan mal quista con todos –y con razón– por preciarse ella tanto de oponerse y contradezir a todos. Labró una casa con singularíssimo capricho, porque en [f. 110r] ella aquel sitio y lugar, que en todas las otras casas se les reparte a las açuteas y desvanes, él le ocupó parte con una huerta, parte con un floridíssimo jardín. No defendía él esta acción con la historia de los celebradíssimos huertos de Babilonia, aunque pudiera, pero era sumamente idiota y la ignorava con ser tan vulgar; bien que, como fuesse, más que idiota, ingenioso, dezía con suma gracia que más puesto en razón era que[XVIII] [f. 110v] las elegantes flores se estuviessen mirando cara a cara con las resplandecientes estrellas, que no las texas grosseras y rudas porque, si bien se considerava, avía –a nuestro parecer– entre las flores y las estrellas un cierto linage de parentesco y correspondencia, porque las estrellas son flores del cielo y las flores estrellas de la tierra. El cielo es una selva luciente y brillante, y la tierra una esfera purpúrea, pomposa y ameníssima.
Mas bolvamos a lo de- [f. 111r] más del edificio. Lo que avía de ser cueva era cozina: la primera pieça del cuarto alto la tenía empedrada como portal, y él mismo la aplicava este nombre; y, por el contrario, el suelo del sitio, que avía de ser portal, estava enladrillado y lo llamava sala de recibimiento del cuarto baxo. En verano, habitava el cuarto alto y le ponía tapizes y esteras;[XIX] y en invierno, el bajo, y por lo menos le hazía regar tres vezes al día. Tenía unas alacenas de vidrio y otras de [f. 111v] yerro: en las de vidrio guardava diferentes instrumentos de yerro muy pequeños y portátiles; y en las de yerro grande copia de vasos de vidrio, con que en las unas Venecia aposentava a Vizcaya, y en las otras Vizcaya dava hospedaje a Venecia. Y era mucho artificio saber juntar cosas tan copuestas, porque los vizcaínos son hombres de más manos que mañas; y, por el contrario, los naturales de Venecia son gente de más mañas que manos: los unos son tan subtiles y [f. 112r] transparentes de ingenio como el vidrio, y los otros son tan fuertes de manos como el yerro.
En lo inferior de la casa tenía atado un gato, y en lo más superior d’ella un perro, y de lo uno y de lo otro dava razón a su modo. Dezía que, pues, él tenía la huerta y jardín donde los otros el texado: era bien que estuviesse allí un perro para que la guardasse y, por la misma causa, el gato en lo inferior por estar allí la cozina, para que en ella se alimentasse, valiéndose de [f. 112v] sus buenas habilidades y diligencias. Colgava los retratos los pies arriba y la cabeça abajo, y su fundamento era porque, d’esta suerte, estavan sus rostros más vezinos a los nuestros y los podríamos ver y juzgar mejor. Las pinturas de los países y frutales las hazía regar algunas vezes para que creciessen las flores y las frutas: estas las ponía en partes muy escuras, donde apenas las discernía la vista, y dava por motivo que porque no se les antojasse a las pre- [f. 113r] ñadas alguna fruta o alguna flor. En la cama, de los pies hazía cabecera y de la cabecera pies, y d’esto no dava la causa, pero yo la sé: es porque él era un hombre que ni tenía pies ni cabeça. A sus criados llamava merced, hasta al cochero que es la necedad más estupenda que puede cometer un mentecato. A este exemplo hazía todas las demás cosas al rebés de los otros hombres.
Mas ¿qué diré de las tramoyas? ¡Oh vanidad de vanidades, y todo vanidad! Con estas atraía a [f. 113v] sí lo más vulgar del ignorante y vilíssimo vulgo, como si dixéssemos mugeres rameras, cortesanas y tussonas. Tenía mucha abundancia de muñecos bailarines çarabandistas y chaconeros que, sobre una mesa larga y ancha, en forma de teatro, bailavan el polvillo, el rastreado, el çambapalo y toda aquella caterva asquerosa de bailes insolentes a que se acomoda la gente común y picaña. No eran numerables los títeres con que representava varias historias [f. 114r] profanas y sagradas,[XX] y cierto que él pudiera ser entre ellos el prototítere y el archimuñeco, todo figurilla, todo inquietud, sin talento y sin sustancia. A tales hombreçuelos como este, acaricia y alaga aquella gran majadera, a quien los simplones llaman fortuna. Murió moço porque, como vivía contra la costumbre común de la naturaleza en el comer, en el vestir y en el modo de habitar la casa, no se pudo sufrir mucho tiempo a sí mismo, con que parece que murió [f. 114v] huyendo del mal tratamiento que se hazía a sí propio.
Quedaron huérfanos y sin amparo los muñecos, los títeres y todos los hombres tramoyeros, aparentes y fantásticos; mas, ¡oh suma piedad de Dios, cuánto estendiste con él tu misericordia!, porque en la muerte parece que le diste junto en solo un día todo el juizio que en los demás le avía faltado. Ordenó su testamento y dispuso de toda la hazienda que le restava –que no era poca– en obras pías, con tan alta prudencia, con [f. 115r] elección tan admirable que todo aquello que su vida le avía hecho ridículo y despreciado, le grangeó después la muerte de aplauso y veneración. Al fin, nuestro Enrique fue un sol que, amaneciendo ñublado y escuro, corrió entre tinieblas y sombras toda la carrera del día, mas al tiempo del ponerse, rompiendo las negras nubes, perfiló de oro y coronó de luzes su dichoso ocaso. Después acá he sabido que este cavallero, en medio de tantas vanidades y deli- [f. 115v] rios, era charitativo y liberalíssimo con gente virtuosa, noble y necessitada, con tanto secreto, con tanto estudio y artificio que nadie le conoció esta virtud en su vida. Y es de admirar –y no poco– que, aviendo él buscado en todas las demás obras públicas que hazía no más fruto que la vanidad ridícula, aquí no pretendió más que hazer la buena obra por solo hazella, con que la hizo a los ojos de Dios agradable y preciosa.
Fue restituido su [f. 116r] cuerpo a su nobilíssima patria, la gran Toledo, donde las ninfas y ci[s]nes del Tajo celebraron con armonía de lágrimas sus exequias y se le humillaron al recebille las altas y pintadas peñas de sus montes. Assí las llamó aquel fecundíssimo ingenio español, tan fecundo que parece que no ha querido dexarnos nada que dezir ingenioso y nuevo a los que después d’él hemos venido a gozar de la luz común: nuestro[XXI] gran Lope. Dize assí:
[f. 116v] «Otras veces me avéis visto,
altas y pintadas peñas,
traer más alegre al Tajo
mis pobres cabras y ovejas».
Aquí, pues, repossan gloriosamente las cenizas de Enrique, a quien devemos pagar veneración y reverencia, porque el adagio latino dize: «Exitus acta probat». Y aquel –con justa causa– celebradíssimo verso toscano nos advierte que «Un bel morir tuta la vita honora».
Hasta aquí llegava yo tan entregado todo a la suspensión de tanta hermosa variedad que me [f. 117r] avía olvidado de una de las más comunes y más precisas necessidades naturales. Al fin, la ingeniosa y honesta cudicia de saber más pudo hazer que prevaleciessen las fuerças del ingenio ingenuo contra el apetito villano, pero el mismo Alexandro que me conocía, y por esta causa no ignorava que podía correr tan largas horas mi diversión que no me e[s]capasse d’ella sin alguna grave injuria de la salud corporal, me sacó de aquel estudioso laberinto, transfirién- [f. 117v] dome de la mesa racional del entendimiento a la que es tanto más común cuanto menos inevitable para la vida del cuerpo. Regalome con sinceridad llana, tan sin sobra y tan sin falta que reconocí que, en todo, ya fuesse lo más menudo, ya lo más grande, lo sabía todo.
No era de aquellos sabios que, divertidos en vanas y sofísticas contemplaciones, tienen creído que realçan más su sabiduría con ignorar algunas cosas comunes y vul- [f. 118r] gares; y siendo estas de las más necessarias para proseguir con menos descomodidad la peregrinación d’esta vida, se hazen igualmente ridículos con lo que saben y con lo que ignoran. Lo que sabía Alexandro, en orden a estudios y letras, era lo más recatado, lo más arcano de la filosofía moral; y esta no le enagenava tanto de sí que no le dexasse horas libres en que se pudiesse mostrar grande político, theórico y prático. Assí lo entendían algunos varones selectos, aquellos pocos, [f. 118v] digo, a quienles está concedido el gran título y don inestimable de judiciosos. Estos se oponían contra los injustos atributos que le dava la ruda plebe –tan sospechosa como ruda–, llamándole unos fiscal y otros juez de vidas agenas, y muchos lo uno y lo otro. Oponíanse, al fin, pero no dexando a Alexandro en toda aquella dignidad que él se presumía y aun se devía presumir, porque le llamavan el curioso Alexandro, título muy vano y exterior en que se le qui- [f. 119r] tava la gloria que se le devía a un dessinteressado estudio como el suyo, que solo se fatigava más por saber más, y esto no para ostentación con todos, sino para provecho suyo y de aquellos pocos que él conocía que pretendían ser aprovechados, porque los d’este número nunca fueron muchos. Verificose esta verdad, porque ni él ni sus familiares se hallaron jamás manchados de aquellos borrones que con tanto estudio tenía advertidos; demás de [f. 119v] que, si él afectara común aplauso, fueran más tractables y permitidas las puertas de aquel museo que antes con riguroso estatuto estavan defendidas y escussadas al mayor número de los hombres. No quiero negar que era hombre y tan hombre que se gozava entre todos los humanos más que todos, con aquel, aunque vano, tan apetecido deleite de las alabanças; mas él siempre las despreció en los labios de aquellos a quien tenía por necios o por viles. Curioso fue, [f. 120r] no lo niego, pero más que curioso, sabio. El título de curioso solamente, solamente se podrá dar a aquel que busca los vicios de los otros, no más de por saberlos; pero al que los acecha para aprovecharse huyendo de las sirtes, en que ellos se perdieron, llamarle devemos curioso y sabio. Tales serán los títulos de nuestro grande amigo Alexandro: sabio y curioso. Bien que en la inscripción d’este nuestro libro le hemos dado los unos y los otros, para que cada uno le busque [f. 120v] por aquellos que se le han hecho más conocido y estimado; en cuyo discurso breve hemos dispuesto lo más principal de lo que entonces advertimos, con la rudeza de nuestro estilo que tantos tiempos ha que perdonáis y permitís peregrinar por el mundo. Lo que notamos en otras ocasiones, que se nos concedió estudiar en historias tan peregrinas, escriviremos, oh nobilíssimos lectores, siempre que llegare a nuestra noticia, que estas [f. 121r] nuestras breves líneas, aunque tan achacosas y dolientes –por estarlo tanto la pluma y el dueño–, os dexaron con sed y sin cansancio que, aunque muy de ordinario el cansancio y la sed suelen hazer compañía, aquí es fuerça que se dividan, porque si quedastes cansados, no sedientos, y si sedientos, no cansados.
[f. 121v] LÁGRIMAS JUSTAS Y PIADOSAS OFRECIDAS EN ESTOS BREVES NÚMEROS Y CADENCIAS
A LAS VENERABLES CENIZAS DEL R. P. M. FRAY
HORTENSIO FÉLIX PARAVECINO, ORADOR
EVANGÉLICO DE SU MAGESTAD
POR
ALONSO GERÓNIMO DE SALAS BARVADILLO, SU
GRANDE AMIGO, EL QUE MÁS LE AMAVA,
EL QUE MÁS LE DEVÍA.
Y DEDICADAS A GABRIEL LÓPEZ DE PEÑALOSA
DEL CONSEJO DE SU MAGESTAD Y SU
SECRETARIO DE ESTADO
DE LA AUGUSTÍSSIMA
CASA DE BORGOÑA
SILVA
[f. 122r] Estas lágrimas justas y piadosas,
lloradas con poética armonía
al fin en triste verso, porque solo
deve llorarse en verso
la muerte del que fue segundo Apolo.
A ti, oh Gabriel, embío,
porque seas esta vez protector mío.
Y no te pido nada que sea ageno,
pues no ay acción más tuya
que amparar la piedad sin ser llamado,
que como tanta copia d’ella tienes,
tú eres el que te llamas y el que vienes.
Escucha, pues, que esta razón m[e] enseña
[f. 122v] que te has de enternecer, aunque eres peña.
Oye y verás que fue, con orror tanto,
de Hortensio el fin, principio de mi llanto.
Canoras, cristalinas ciudadanas,
deidades fugitivas, transparentes,
sacras ninfas del Tajo,
aumentad oy más fuentes a sus fuentes;
vuestro llanto dilate más su imperio,
porque assí juzgue el orbe que se encierra
en llanto no vulgar grande misterio.
Tema segunda inundación la tierra,
[f. 123r] cualquier arroyo del terreno hispano
crezca hasta competir con el océano.
Ninfas, el grande Hortensio es mortal sombra,
aquella ardiente luz la sitian nieblas
de las fatales últimas tinieblas.
¡Oh intempestivos hados,
dezid por qué con bárbara avaricia
tanto sol escondistes!
¿Por qué con tanta noche le ceñistes
al capitán heroico y elegante
de la luziente racional milicia,
dexando sin caudillo tantas bellas
poéticas estrellas?
[f. 123v] Huérfanas de su luz no resplandezen,
y agenas de su lustre y ornamento,
por no parecer mal ya no parecen.
Todo es horror el viento,
la tierra es toda espinas,
aquel padece calma,
y esta, buelta cadáver sin el alma;
de las rojas, fragantes clavelinas,
inhábil, infructífera, no espera
ser la madre común como antes era.
Mas no es mucho se llore tan desnuda,
si daño igual padeze la oratoria
sin su amena, cultíssima elocuencia.
Río de tanta copia y afluencia,
¡cuánto con ella se hizo poderoso!,
¡cuánto con ella magestuoso y grave!,
¡cuánto dulze y suave!
[f. 124r] Con la voz, con la acción tan imperioso,
que aun a lo irracional, a lo insensible
de su valiente espíritu, un aliento
inspirava discurso y movimiento.
Su dotrina, ¡qué luzes no ilustraron
de los sacros doctores!
Siempre la del angélico seguía,
y aunque con ossadía bien gallarda,
penetrar quiso todas las esferas;
en mayor buelo estava más seguro
con tal ángel de guarda,
sin ponerse más alas que su pluma,
que, por ser pluma de ángel, todo cielo
es más natural d’ella el mayor buelo.
Al fin de la gran reina de las ciencias
mucho vio de lo arcano y misterioso,
y de aquellas que d’ellas son esclavas,
y en su comparación ciencias vulgares.
[f. 124v] Las que tanto admiró la gente ciega,
las dos erudiciones,
la latina después, y antes la griega,
d’estas ¿cuál ignorava?
Aquella luz y guía de los reyes,
árbitro de la paz y de la guerra,
política imperiosa,
justa, si no procede cautelosa;
jamás dexó de estar a su obediencia,
que, a su virtud rendida,
era más servidumbre que no ciencia.
Mas la sabia censora de costumbres,
que es toda resplandores, toda lumbres,
[f. 125r] moral filosofía
en él como en espejo se veía;
sin padecer mudança en su semblante,
siempre fiel, siempre igual, siempre constante.
Este, pues, de las artes y las ciencias
epílogo ingenioso,
en todo singular y prodigioso,
ya es polvo y sombra triste,
que el que antes vistió sol, noche se viste.
Esto el cadáver, que la grande y bella
alma inmortal, espíritu sagrado,
espíritu triunfante y vitorioso,
[f. 125v] ya vive el reino de la luz hermoso.
Ya no teme los siglos inconstantes
en la ciudad viviente,
donde es eterno el sol, eterno el día,
cuya perpetua luz continuada,
fixa y constante sin moverse[XXII] un passo,
ni vio al oriente, ni verá al ocaso.
¡Venid, oh ninfas, pues, y coronemos
su sepulcro con rosas y con flores!
¡Traed los canastillos!
¡Traed las manos llenas
de lirios, de jazmines y azuçenas!
Y para más decoro,
¡corónenle también rojos claveles!,
[f. 126r] que ya que no vistió púrpura vivo,
de que bien digno fue varón tan sabio,
en parte vengaremos el agravio,
cubriéndole de púrpura fragante,
que, aunque es menos radiante
que la púrpura real y la sagrada,
menos luciente, rica y magestuosa,
al olfato es más grata y más preciosa;
y para los sepulcros son mejores
que los ricos adornos los olores.
Mas, oh trágica lira,
suspendamos el llanto
y en solo un día no lloremos tanto,
que en muerte de un varón tan eminente,
de toda erudición claro luzero,
no se ha de passar sol sin agua mía,
siendo, para mi noche, el mejor día.
[f. 126v] EN MADRID,
en la Imprenta del Reino.
Año de M.DC.XXXIV.
I Aõlso] Alonso.
II maravededis] maravedís.
III cou] con.
IV experimen- [h. 12v] mentarle] experimen- [h. 12v] tarle.
V qne] que.
VI oída] huida.
VII fraltiqueras] faltriqueras.
VIII irracionales] racionales.
IX cezina] ceniza.
X do] de.
XI los] las.
XII también] tan bien.
XIII delatavan] dilatavan.
XIV iuvierno] invierno.
XV y con más] y más.
XVI fraltiquera] faltriquera.
XVII mo- [f. 109r] modestia] mo- [f. 109r] destia.
XVIII çue] que.
XIX esteres] esteras.
XX sagtadas] sagradas.
XXI nuevo] nuestro.
XXII morvese] moverse.